jueves, 25 de abril de 2024
Arrestan en EEUU a centenares de universitarios que apoyan a Gaza. [Y ahora que no me vengan diciendo los comunistas, trompetistas, ciclistas, socialistas, chavistas, bolivarianitas, cubanitas, electricistas, banquetistas e istas istas, que en USA no hay libertad. En USA hay completa libertad para detener a cualquiera que se oponga a la política criminal de los capitales; hay libertad completa para esquilmar los recursos energéticos y de materias primas en cualquier punto del globo terráqueo que quieran y puedan hacer. Es casi como España, donde también hay libertad completa (si tienes dinero y quieres) para comprar el periódico que se quiera. O sea, que hay libertad de chúpate domine, pero no libertad. Las cosas como son. Ahora, eso sí: van a venir los comunistas y te van a quitar la bicicleta, y si no tienes bicicleta no te apures, que te darán un vale para que le des la bicicleta cuando la tengas.]
Arrestan
en EEUU a centenares de universitarios que apoyan a Gaza
TERCERAINFORMACION /
25.O4.2024
Las protestas estudiantiles
en solidaridad con Palestina y para exigir el fin de la campaña genocida
israelí en Gaza se han extendido a muchas universidades de EE.UU.
Los estudiantes ocupan el
campus de la Universidad de Columbia y exigen que la escuela se deshaga de
empresas con vínculos con Israel, 19 de abril de 2024.
Los académicos jóvenes, que se han transformado
en activistas defensores del pueblo palestino, están desafiando la represión
policial, las detenciones, la persecución y sanciones por parte de las
autoridades, para demandar que las universidades dejen de financiar a los
fabricantes de armas y que se ponga fin al genocidio israelí contra el pueblo
palestino.
La protesta, que implica levantar campamentos en
los campus universitarios y celebrar marchas solidarias con Palestina y que
comenzó primero en la Universidad de Columbia de Nueva York, ahora se ha extendido
a la Universidad de Yale, Harvard; Universidad del Sur de California (USC); la
Universidad de Texas en Austin y muchas más.
El miércoles, la policía de Los Ángeles detuvo a
alrededor de medio centenar de estudiantes en la Universidad del Sur de
California.
Bajo acusaciones de antisemitismo o el supuesto
“acoso y llamados a la violencia contra los judíos”, las autoridades
universitarias han tratado de desprestigiar la movilización estudiantil en
apoyo a Palestina. Bajo este mismo pretexto, se registraron también al menos 34
detenciones en la Universidad de Texas, según anunció el miércoles el
Departamento de Seguridad Pública de ese estado.
La semana pasada también se produjo
enfrentamientos entre la policía y estudiantes en la Universidad de Columbia,
que condujo al arresto de más de un centenar de activistas jóvenes. La ola de
detenciones y la represión policial llegó luego a
la Universidad de Yale, en New Haven, donde las fuerzas de seguridad arrestaron
a más de 40 jóvenes.
En tal circunstancia, los profesores y el
personal académico se han sumado a las protestas y defendido a sus estudiantes
ante la violencia policial y la persecución sistemática de las autoridades
universitarias. Esto es el caso, de la Universidad de Nueva York, donde el
lunes los profesores armaron una barrera humana frente a los universitarios,
para defenderlos de las detenciones.
Se ha iniciado también una ola de apoyo a los
estudiantes de la Universidad de Columbia que han sido sancionados por las
autoridades por su participación en la campaña de solidaridad con Palestina.
En esta línea, más de 1400 académicos en EE.UU.
firmaron una carta abierta para expresar su compromiso
a boicotear las actividades en la Universidad de Columbia y el Barnard
College hasta que las autoridades de las instituciones dimitan y
eliminen las infracciones de los expedientes de los activistas propalestinos.
Los signatarios fustigaron a la administración
de Columbia por recurrir a la fuerza para reprimir a las movilizaciones
propalestinas en la universidad. La misiva lamentó que los directivos de
Columbia prefieran imitar las tácticas militares del régimen sionista,
“destructor de todas las universidades de Gaza y responsable del enterramiento
a estudiantes bajo los escombros”.
La guerra genocida de Israel contra la Franja de
Gaza, iniciada en octubre, ha dejado más de 34 200 civiles muertos, en su
mayoría mujeres y niños, esto mientras que EE.UU., como el principal aliado
israelí, sigue bloqueando cualquier esfuerzo del Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas para declarar un alto el fuego.
ftm/hnb
Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple candado de la cuestión palestina
El genocidio en Gaza desvía la mirada, ocultando el crimen
del colonialismo en Cisjordania. Si Israel es culpable, Occidente es cómplice.
Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple
candado de la cuestión palestina
El Viejo Topo
25 abril, 2024
Durante una visita a Israel del ministro alemán de Asuntos Exteriores, el primer ministro Benjamin Netanyahu desautorizó las demandas palestinas de liberar los territorios ocupados porque “Judea y Samaria no pueden ser Judenrein” (Reuters, 09/07/2009). A la vista de la historia reciente hay motivos para aplicar el léxico de la limpieza étnica en sentido contrario. Según datos del Peace Research Institute Oslo (PRIO) el número de colonos se ha doblado entre 2002 y 2023, alcanzando la cifra de 700.000, distribuidos en 262 asentamientos (ver mapa, https://blogs.prio.org/2023/12/illusions-and-peace-plans-in-the-middle-east/). Si Ariel Sharon reconoció al embajador norteamericano Sol Linowitz en 1980 que “el mapa existente en la práctica no permite ya ni permitirá en el futuro ningún compromiso territorial”, ahora aquellas palabras resultan inapelables; especialmente por una intrincada red de carreteras privativas que fracciona el territorio en bastustanes discontinuos.
En este
sentido, Cisjordania, que es la denominación internacional ─el lenguaje no es
inocente─, viaja más hacia la condición de Palästinenser-rein que
de Judenrein. Y si hay algo parecido a los guetos en la región, sus
inquilinos no son judíos. Sabiendo que hace cincuenta años una abrumadora
mayoría de la población israelí era favorable a la devolución de los
territorios, hay que preguntarse por los motivos de la mutación. Son
fundamentalmente dos, estrechamente relacionados. En primer lugar el
protagonismo de los colonos, que comenzaron a instalarse con los gobiernos
laboristas hasta constituir lo que Gershom Gorenberg denomina “el imperio
accidental”, un imperio creado por iniciativa de, en los términos de Akiva
Eldar e Idith Zertal, Los amos de la tierra (2009). El proceso
por el que una minoría radical, a medio camino entre la Biblia y los axiomas
irredentistas del sionismo con su devoción a la sangre y el suelo (y la
negación de la existencia del pueblo palestino, como en la célebre declaración
de la abuela Golda Meir), ha devenido hegemónica merece ser
estudiado. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, la
derechización y extremización de la sociedad israelí preludiando la oleada
nacionalpopulista que recorre el mundo. Si se quisiera buscar un indicador de
ese basculamiento bastaría observar la representatividad de la izquierda en un
país construido por émulos del socialismo. El paso de la ética ascética
del kibutz a la lógica neoliberal de la start-up
nation y la intolerancia teocrática es correlativo. El cuadro de Los
amos de la tierra combina tonos oscuros: ambición, terquedad
política, especulación inmobiliaria, demagogia, religiosidad prostituida y
sentimiento de impunidad.
Pese a la
erosión de las cuadernas democráticas y la deriva etnocrática que representa la
ley que reconoce a Israel como Estado judío, excluyendo a la población árabe de
nacionalidad israelí y otras minorías, pese a Sabra y Chatila, las detenciones
administrativas, las humillaciones de los checks points, la
masacre de Hebrón, el muro y un largo etcétera, el aparato de relaciones
públicas siguen marcando la tarjeta de visita con el título de la única
democracia de Oriente Próximo. Pero ese aparato no hubiera sido capaz de
mantener esta imagen pública sin la colaboración de Estados Unidos, con
independencia del color del gobierno. En este punto, el apoyo incondicional a
Israel, Trump no se separa de la línea de sus antecesores. El gasto de la ayuda
militar norteamericana ha crecido en paralelo a la cifra de colonos y se ha
multiplicado al compás de las numerosas operaciones emprendidas por el ejército
israelí.
En esa línea
llama la atención la simultaneidad de cuatro procesos: el apoyo externo
incondicional a Israel mediante medidas como el veto a las resoluciones de
condena de Naciones Unidas y el aliento para no cumplir las resoluciones 242 y
348, la contribución al sustento de la imagen de país democrático, el apoyo implícito
a la ocupación y la obliteración de la cuestión palestina. Ello en parte
mediante un supuesto hiperactivismo diplomático que el politólogo Ian Lustick
llama “la industria del proceso de paz” y que básicamente estaba dirigido a
presentar a EE UU como un valedor de los valores nobles tras los desastres de
Vietnam y el Watergate. Efectivamente, el repertorio de acuerdos, propuestas,
hojas de ruta, memorandos, negociaciones y afines es digno de atención. Tanto
como la insignificancia de este hiperactivismo para las mejoras de la condición
de la población palestina, que, a diferencia de su protegido, nunca ha gozado
del aval del “derecho a defenderse”; lo cual no significa convalidar los
crímenes de guerra cometidos en la operación Diluvio de Al-Aqsa, que merecen
una condena rotunda.
Cabe decir que
entre las dos América, la chica y la grande, hay una relación simbiótica:
Israel se ve asegurado como primera potencia regional tanto en su poder duro
como blando por el apoyo norteamericano, mientras que EEUU se sirvió de Israel
a fines estratégicos durante la Guerra Fría y lo hace hoy en su enfrentamiento
con Irán, y también por razones emocionales: la romantización del
ciudadano-soldado inducida por la novela y la película Éxodo permitieron
aliviar en la autoestima los traumas de Vietnam y los malestares internos
vehiculados por la corriente contracultural.
Pero en
ocasiones la condescendencia norteamericana con las reivindicaciones
maximalistas y anexionistas obedece a razones internas. En una entrada de
su Diario (24/04/1979) alude Carter a su necesidad “de
protección política respecto de la comunidad judía”; la comunidad ha crecido
tan notablemente en poder desde entonces que ha cobrado carta de naturaleza el
sintagma ‘el lobby israelí’. La ‘haredización’ (deriva fundamentalista) de la
comunidad judía norteamericana desde finales de siglo pasado ha encontrado su
sustento en tres colectivos, los cristianos evangélicos, los neoconservadores y
el American Israel Public Affairs Committee. Estos colectivos aseguran un flujo
continuo de visitas en las dos direcciones y representan sustancialmente las
posiciones de la franja extrema de la sociedad israelí que hoy sostiene al
gobierno de Netanyahu, el más extremista de los 75 años de historia del país.
Estos colectivos (con diversos matices que no pueden ser atendidos en la escala
de esta tribuna) han conseguido hacer de Israel una marca de prestigio, con
réditos para los pro y coste para los críticos. Un coste que a veces adopta
formas de censura que preludian lo que sería la cultura de la cancelación y de
la que es un ejemplo extremo, en Israel, el asesinato de Isaac Rabin por un
devoto de Meir Kahane, Yigal Amir, convertido en héroe de los extremistas
ultraortodoxos.
Estos tres
elementos: la primacía del programa de los colonos que cabría inscribir
siguiendo las coordenadas léxicas de Netanyahu en la categoría de Settlersraum,
el apoyo irrestricto de EE UU y el protagonismo en la política interior e
internacional del lobby israelí no dejan resquicios de luz para la cuestión
palestina, son tres aldabas juntas. Bien entendido que esto no significa negar
la existencia de pulsiones antisemitas, de la que da cuenta la
multiplicación de esvásticas y estrellas de David.
En el propio
Israel parecería que la guerra es la razón de ser, literalmente, la razón de
estar de su Primer ministro para eludir el coste de la corrupción, y,
simbólicamente, la justificación ideológica de un programa autocrático basado
en la ocupación y la militarización. La ocupación ha sido determinante para la
corrupción de la democracia. Lo han denunciado voces críticas valientes tanto
en Israel como entre la comunidad judía norteamericana; conviene no olvidar
esto para no incurrir en la homogeneización patrimonializadora y esencialista
de los líderes nacionalistas. La mirada sociológica explica que las cosas no
siempre fueron así y rastrea las líneas de los cambios. No siempre fueron así
porque el abanico ideológico de la sociedad israelí comprendía no hace tanto
otros registros. En su último libro, ¿Dos pueblos para un Estado?
(2024), Shlomo Sand señala varios hitos del sionismo partidario de los dos
estados: Ahad Ha’am que propugna “un espacio común para pueblos diferentes”,
Hans Kohn miembro del grupo Brit Shalom (Alianza por la Paz), al que sucede
Ihoud (Unión), presidido por Judan Leon Magnes y Martin Buber, por citar
algunos. Pero la euforia de la guerra de los Seis Días altera el estado de
cosas, de modo que la defensa de la ocupación por los gobiernos sucesivos con
el apoyo de EE UU ha abonado el terreno para los partidarios de la
colonización.
Escribió el
disidente yugoslavo Milovan Djilas que nadie puede arrebatar la libertad a
otros sin perder la suya. Jean Daniel ha señalado que a fuerza de oprimir a los
palestinos Israel se ha convertido en una prisión para los propios judíos y
Sylvain Cypel que son ellos los encerrados por los muros. No terminan ahí los
males: dada la ubicación de la región en las nervaduras de la geopolítica, el
impacto de las dinámicas autoritarias y supremacistas de Israel tiene un
potencial destructivo de dimensiones imprevisibles. La chulería con la que su
Primer ministro ha toreado las recomendaciones respecto a las tensiones con
Irán no desautoriza el hilo narrativo de este escrito.
miércoles, 24 de abril de 2024
El plan Marruecos 2030: ocupación de Ceuta, Melilla y las Canarias
Plan de los
servicios de inteligencia marroquíes para la ocupación de Ceuta, Melilla y las
Canarias, plan que el régimen de Mohammed VI denomina "operación
reconquista" a pesar de que estos territorios nunca han pertenecido al
reino alauí.
El plan Marruecos 2030: ocupación de Ceuta, Melilla y
las Canarias
EL VIEJO TOPO / 24 abril, 2024
por Geostrategia
Al borde de la guerra
Ya en
democracia, el momento más delicado de las relaciones España-Marruecos se vivió
en julio de 2002, cuando doce miembros de la Gendarmería Real Marroquí ocuparon
el islote de Perejil. Un episodio que estuvo a punto de provocar un
enfrentamiento armado entre los dos países.
El 11 de julio,
los gendarmes desembarcaron en Perejil (Leyla para los marroquíes), una isla de
soberanía española situada a once kilómetros de la ciudad de Ceuta y a
doscientos metros de la costa de Marruecos, en pleno estrecho de Gibraltar, sin
que se produjera resistencia porque el territorio estaba vacío. Colocaron dos
banderas de Marruecos, y poco después los gendarmes fueron sustituidos por
infantes de marina marroquíes.
Una operación militar
El Gobierno de
entonces, presidido por José María Aznar, no se quedó quieto. Al contrario. En
una semana, montó una compleja operación militar, que movilizó abundantes
medios terrestres, aéreos y marítimos, dirigida a liberar la isla.
A las 6,21 de
la mañana del 17 de julio de 2002, soldados del Grupo de Operaciones Especiales
desembarcaron en el islote. Apenas una hora después, sin disparar un solo tiro
porque los marroquíes no opusieron resistencia, izaron la bandera de España en
lo más alto de la isla, dándola por liberada.
A continuación,
75 legionarios del Tercio Duque de Alba de Ceuta sustituyeron a los ‘boinas
verdes’, que trasladaron a Ceuta a los seis detenidos y los devolvieron por la
frontera.
Condena de la “ocupación”
La reacción de
Marruecos se produjo el mismo día 17 de julio: un Consejo Extraordinario de
Ministros celebrado en Rabat condenó la ocupación, lo equiparó a una declaración
de guerra, y anunció que lo denunciaría ante el Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas por violación del derecho internacional.
El 20 de julio,
tras reanudarse las conversaciones entre los dos países por mediación de Colin
Powell, secretario de Estado, España retiró los legionarios, y dos días después
la ministra de Exteriores, Ana Palacio, y su homólogo, Mohammed Benaissa,
firmaron en Rabat un acuerdo normalizando las relaciones.
Una decisión de calado
La decisión del
Gobierno de España de poner todos los medios a su alcance para rescatar Perejil
sorprendió en algunos ambientes, vista la determinación con que procedió,
asumiendo incluso el riesgo de que se produjera una respuesta militar por parte
de Marruecos dirigida a contrarrestar la operación.
De hecho, desde
Madrid se adoptaron medidas extraordinarias para prevenir una situación bélica
semejante: se mantuvieron en alerta unidades navales y escuadrillas de
reactores, también por si fuera preciso enfrentarse a una ofensiva militar
marroquí contra las ciudades de Ceuta y Melilla, las islas Canarias, e incluso
al Sur de España.
Trasfondo
La operación
militar para liberar Perejil, denominada ‘Romeo Sierra’, se convirtió en el
primer incidente armado protagonizado por España en defensa de su soberanía desde
el inicio de la democracia. Y mostró claramente que el Gobierno (el de
entonces) no permitiría ninguna violación de la territorialidad española en el
Norte de África ni en Canarias.
Destacados
analistas no descartan que ese comportamiento tuviera relación con los planes
de Hasán II para llevar a cabo una ‘invasión pacífica’ de Ceuta, Melilla y
Canarias, planes que conocía el Gobierno, y que ahora se han desvelado en el
libro “La trastienda de los servicios de inteligencia”,
del ex agente del SECED (antecedente del CNI) Fernando San Agustín.
Cambiar la historia de España
Fernando San Agustín, 84 años, relata en su
libro, a modo de memorias, las operaciones secretas en las que intervino como
agente. Redactado casi como una novela, desvela hechos bastante desconocidos, y
también comprometidos, sobre operaciones de los servicios de inteligencia.
El autor
asegura que se trata de fragmentos de su vida, “un resumen muy extractado del
diario de operaciones”, y que constituye una especie de “descarga de
conciencia”. Y Fernando Rueda, uno de los máximos expertos en el ámbito de los servicios
de inteligencia, afirma que las operaciones de San Agustín “cambiaron la
historia de España”.
Repetir la ‘Marcha Verde’
Entre otros
asuntos, el libro cuenta con detalle que Hasán II planeó una invasión masiva,
simultánea y ‘pacífica’, sobre Ceuta, Melilla y Canarias, protagonizada por
decenas de miles de marroquíes, al estilo de lo que hizo en 1975 con la ‘Marcha
Verde’.
En resumen, el
agente Fernando San Agustín relata lo siguiente:
-En el parador
de Gredos, recibió instrucciones del jefe de Operaciones del servicio (el
SECED, hoy CNI) para recibir a dos personas: una mujer norteamericana de unos
treinta y tantos años, Ava Cohen, y un hombre de cincuenta con rasgos rifeños.
Este era Abdul Saiz, comandante del ejército de Marruecos destinado en los
servicios secretos, no de su país, sino del rey Hasán II.
-La mujer era
esposa del profesor Collins, experto en Demografía y Sociología en la
Universidad de Boston, que en 1975 colaboró con Thomson, consejero y asesor en
la descolonización de varios países de África, en organizar el itinerario,
participantes y logística de la ‘Marcha Verde’.
“Marruecos 2030”
—Años más
tarde, Collins fue llamado de nuevo para diseñar, junto con Thomson, la operación
“Marruecos 2030”, dirigida a incorporar a Marruecos Ceuta y Melilla, junto
con las islas canarias de La Palma, El Hierro, La Gomera, Fuerteventura y
Lanzarote, y algún islote adyacente. Después, solo se reconocería la soberanía
española sobre Gran Canaria y Tenerife. Se llamaba Operación 2030 porque
a finales de ese año debería haberse consumado la integración de
dichos territorios, tras los consiguientes acuerdos con España.
-Ava Cohen y
Abdul Saiz habían establecido una relación personal y habían escapado de
Marruecos. Ellos detallaron el plan de reconquista de esos territorios.
—Según
Thompson, la gran fuerza de Marruecos es su población, numerosa
y joven, fiel al rey y a su religión. La gran debilidad de España era que se
estaba dividiendo en reinos de taifas que cada vez querrían ser más
independientes, y por tanto insolidarios con los demás.
En un momento de crisis
—El plan se
ejecutaría cuando España estuviese sufriendo una grave crisis, por
terrorismo, desafíos independentistas, problemas políticos que
pusieran en duda la autoridad del rey y del Gobierno…
-Hasta el
momento de la ‘reconquista’, Marruecos fomentará la llegada de marroquíes
a España, Ceuta, Melilla y Canarias, que soliciten ayudas económicas, la
residencia y la nacionalidad, a fin de poder votar y hacerse con
concejalías y ayuntamientos, especialmente en las zonas a invadir
—El Día
D, 20.000 personas entrarían en Ceuta y en Melilla, por tierra (con
autocares, camiones, automóviles y máquinas para derribar las vallas) y
por mar (utilizando barcas de pescadores, pateras y cualquier cosa que
flotara).
Ceuta y Melilla
—En Ceuta y
Melilla, la Guardia Civil y la Policía se verán arrolladas por la
multitud, que ocupará sedes oficiales, viviendas y comercios. Arriarán
la bandera española e izarán la marroquí. El resto se colocarán en posición
de oración para dar gracias al Altísimo y así evitar la intervención
policial. Comisarías y cuarteles no deben ser ocupados, sino rodeados, con el
fin de limitar los movimientos de militares y policías.
—Hay
que sembrar las calles de obstáculos: muebles, coches… que
impidan el movimiento de vehículos: dificultar los desplazamientos del enemigo
es básico. En los expedientes para cada ciudad vienen las calles y carreteras
más importantes para cerrar, y cómo bloquear la entrada de embarcaciones a los
puertos.
—En
los ayuntamientos, se convocará una reunión extraordinaria
para acordar su inclusión en el reino de Marruecos. Se informará con
altavoces por las calles. A los españoles que no lo acepten, se les trasladará
el puerto, donde los ferris y barcos de pesca los llevarán a la península. El
Ejército y la Marina marroquíes harán acto de presencia, puesto que tendrán la
consideración de plazas marroquíes.
—Los
cristianos no lucharán por Ceuta y Melilla porque la mayoría de
los españoles las consideran ciudades marroquíes. Habrá mayor resistencia en
Canarias, pero se ofrecerá a España que se quede con las dos islas principales.
Canarias
—Sobre
Canarias, desde la costa marroquí, entre Tarfaya y Bojador, saldrán barcas,
barcos de pasajeros, buques de carga, con los reconquistadores y sus familias.
Cada isla recibirá varias oleadas de 10.000 personas. La flota transportará
50.000 en una primera fase, y la misma cantidad en una segunda y tercera. Será
un desembarco pacífico, retransmitido por emisoras y televisiones.
—Cuando se
cumpla el mismo operativo que en Ceuta y Melilla, la armada marroquí
atracará en los puertos canarios, y el ejército se dirigirá a las islas
para proteger a su gente y ocupar los aeropuertos.
—Es básico
crear en las calles un ambiente de pánico entre los cristianos, mediante
pequeños incendios, desalojos de edificios y otras provocaciones, que generen
caos, porque eso favorecerá el éxito de la operación.
—Los reconquistadores deben
ser mayormente jóvenes. En recompensa, se les darán las casas y comercios
que logren desalojar a sus propietarios cristianos. Es importante que la
población cristiana se sienta desprotegida, porque así se entregará
y aceptará la evacuación a Tenerife y Gran Canaria.
Españoles
débiles
—A
los policías y militares locales se los desarmará y se llevará a las
zonas de embarque. Quienes se resistan serán fusilados de inmediato.
—La reacción
del Ejército español no será la de los ingleses en las Malvinas, porque los
españoles son débiles y poco patriotas, empezando por los políticos, que
convencerán a la opinión pública de que conviene conformarse con conservar Gran
Canaria, Tenerife y las Chafarinas, mientras se mantiene el litigio político
por las demás islas. El resultado de esa inacción será el mismo que el de
Gibraltar.
—El gran éxito
de los regulares que combatieron en la guerra civil española fue el terror que
infundían las tropas marroquíes. Una vez en tierra, habrá equipos dedicados a
difundir la cantidad de asesinatos violaciones e incendios causados por los
invasores, aunque no todo sea verdad.
—Los servicios
británico y estadounidense se mantendrán neutrales o a favor de
Marruecos, como en el caso de la ‘Marcha Verde’.
—El Día D deben
cursarse órdenes de movilización de la población árabe en París, Londres,
Madrid, Barcelona, Bruselas y Atenas, convocando manifestaciones para celebrar
la conquista.
Fuente: Geoestrategia, Publicación del
Instituto Español de Geopolítica.
martes, 23 de abril de 2024
transhistórico
Fascismo,
neofascismo, posfascismo… lobos que a menudo visten pieles de cordero. Manadas
que abundan en Europa, en América –tanto en el norte como en el Sur–, en todas
partes. También en España.
El fascismo como concepto transhistórico
El Viejo Topo
23 abril, 2024
El fascismo ha
rebasado recientemente los límites del debate historiográfico, cuando muchos
observadores pensaban que había quedado definitivamente relegado, para volver
espectacularmente a la agenda política. La tendencia es global. Desde la década
de 1930, el mundo no ha experimentado un crecimiento similar de los movimientos
de derecha radical, lo que inevitablemente despierta la memoria del fascismo.
En un principio, el fenómeno apareció en la Europa continental, con el
surgimiento del Frente Nacional en Francia y otros movimientos de extrema
derecha en los países del antiguo bloque soviético. Hoy en día, los partidos de
extrema derecha están fuertemente representados en casi todos los países de la
Unión Europea, a veces incluso como fuerzas gubernamentales. El éxito de Alternativa
para Alemania (AfD) y Vox demuestra que Alemania y España ya no son la
excepción. La ola se convirtió en tsunami y desbordó otros continentes, con la
elección de Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra
Modi en India y Rodrigo Duterte en Filipinas. El nacionalismo, el racismo, la
xenofobia y el autoritarismo se han vuelto altamente contagiosos. Por todas partes,
los fantasmas del fascismo reaparecen y los que habían sido derrotados, el
monopolio estatal de la violencia legítima había sido radicalmente cuestionado
y la política había tomado las armas. Muchos partidos crearon su propia
milicia. Hoy, por el contrario, la mayoría de los líderes de la derecha radical
están acostumbrados a aparecer en nuestras pantallas de televisión; ya no
encienden multitudes histéricas ni asisten a mítines masivos en los que sus
seguidores marcharon vestidos de uniforme. Entre sus activistas, la violencia
es la excepción —como la masacre de Utoya de 2011 o el ataque automovilístico
de Charlottesville seis años después—, no la regla. El posfascismo ha surgido
después de setenta años de paz en la mayoría de los países occidentales. A
partir de entonces, su relación con la democracia es diferente y no exhibe un
carácter “subversivo”. Occidente pudo “exportar” violencia fuera de sus
fronteras, principalmente en el Medio Oriente, y está acostumbrado a
representar a una de sus criaturas —el terrorismo—, como una amenaza externa.
Pero esto es una forma de exorcismo.
Anticomunismo
Un pilar
fundamental del fascismo clásico fue el anticomunismo. Después de la Gran
Guerra, el anticomunismo fue el crisol para la transformación del nacionalismo de
la derecha conservadora a la derecha “revolucionaria”: Mussolini definió su
movimiento como “revolución contrarrevolución”. Hoy, tras el colapso del
socialismo real y el fin de la URSS, el anticomunismo ha perdido tanto su
atractivo como su significado. A veces sobrevive —piénsese en la campaña de
Bolsonaro contra el “marxismo cultural”—, pero se ha vuelto marginal. Esto
tiene algunas consecuencias considerables. Ya no existe una poderosa frontera
que en el pasado se- paraba al fascismo de las clases trabajadoras. De esta
manera, Le Pen, Salvini, Orbán y Trump han reintegrado a la clase obrera a un
imaginario nacionalista. Por supuesto, se refieren a una clase obrera
“nacional” (sin inmigrantes), compuesta mayoritariamente por hombres blancos,
pero pretenden defenderlos de la globalización. Reivindican una especie de
estado de bienestar étnicamente circunscrito que se opone a una política
neoliberal de privatización. Un obstáculo importante ha caído. En una
perspectiva histórica, el posfascismo también podría verse como el resultado de
la derrota de las revoluciones del siglo XX: después del colapso del comunismo
y la adopción de la razón neoliberal por parte de la mayoría de los partidos
socialdemócratas, los movimientos de derecha radical se han convertido, en
muchos países, en las fuerzas más influyentes que se oponen al “establishment”
sin mostrar un rostro subversivo y evitando cualquier competencia con una
izquierda desmovilizada.
Este cambio
está lejos de ser anecdótico. En la década de 1930, el fascismo no pudo
conquistar a las clases trabajadoras, que seguían impregnadas de una cultura
socialista y organizadas por partidos y sindicatos de izquierda. Un sólido muro
separaba sus valores, identidades y lenguas; expresaron diferentes rituales y
símbolos. Cuando llegó al poder, el fascismo no pudo integrar el movimiento
obrero en su propio sistema social y político; se vio obligado a destruirlo.
Hoy, esta división ha desaparecido. En muchos países europeos, los antiguos
bastiones de la izquierda se han convertido, con una inversión espectacular del
panorama electoral tradicional, en los baluartes de los partidos de extrema
derecha.
La derecha
radical reivindica el paradigma populista clásico de la gente “buena” frente a
las élites corruptas, pero lo ha reformulado significativamente. En el pasado,
la gente “buena” significaba una comunidad rural étnicamente homogénea opuesta
a las “clases peligrosas” de las grandes ciudades. Tras el fin del comunismo,
una clase obrera derrotada golpeada por la desindustrialización se ha
reintegrado a esta virtuosa comunidad nacional. Los “malos” del imaginario
posfascista, inmigrantes, musulmanes y negros de los suburbios, mujeres con
velo, yonquis y hombres marginales se fusionan con las clases ociosas que
adoptan costumbres liberadas: feministas, LGBTIQ+, antirracistas, ecologistas y
defensores de los derechos de los inmigrantes. En el espectro opuesto, las
“buenas” personas son nacionalistas, antifeministas, homofóbicas, xenófobas y
alimentan una clara hostilidad hacia la ecología, las artes modernas y el
intelectualismo.
Anti-utopismo
El posfascismo
pertenece a una época “posideológica” configurada por el derrumbe de las
esperanzas del siglo XX y no rompe un nuevo régimen de temporalidad que,
hablando una vez más con Koselleck, se ve privado de todo “horizonte de
expectativa”. En la década de 1930, el fascismo reivindicó una “revolución
nacional” y se describió a sí mismo como una civilización alternativa opuesta
tanto al liberalismo como al comunismo. Anunció el nacimiento de un “Hombre
Nuevo” que habría de regenerar el continente reemplazando a las viejas y
decadentes democracias. Por el contrario, el posfascismo no tiene ambiciones
utópicas. Su modernidad radica en los medios de su propaganda —todos sus
líderes están familiarizados con la publicidad y la comunicación televisiva—,
más que en su proyecto, que es profundamente conservador. Frente a los enemigos
de la civilización —la globalización, la inmigración, el islam, el terrorismo—,
la derecha radical sólo reclama una vuelta al pasado: moneda nacional,
soberanía nacional, “preferencia nacional”, detención de la inmigración,
preservación de las raíces cristianas de los países occidentales, jerarquías de
género, defensa de la familia, etc.
Desde este
punto de vista, la nueva derecha radical es más neoconservadora que fascista;
pertenece a la tradición del “pesimismo cultural” (el Kulturpessimismus descrito
por Fritz Stern) más que a la “revolución conservadora”, que proyectó valores
aristocráticos y antidemocráticos en un futuro orden político (una peculiar
mezcla de oscurantismo y tecnología idealizada). Piénsese en el ideólogo
de Alternative für Deutschland, Rolf-Peter Sieferle. Escribió un
panfleto pesimista en el que se quejaba de la decadencia de Alemania, dominada
por valores cosmopolitas y posnacionales, y completamente remodelada por la
idea de Habermas de “patriotismo constitucional”. Tras publicar su testamento
intelectual, Finis Germania(2017), se suicidó. En resumen, esta no
es la trayectoria de un “redentor”. Recuerda una vez más el discurso resignado
sobre la “decadencia” elaborado por Arthur Gobineau y Oswald Spengler en el
siglo XIX y principios del XX, más que el llamado moderno a la venganza y la
regeneración encarnado por Maurice Barrès y Ernst Jünger, los pensadores del
“nacionalismo integral”, la “movilización total” y el advenimiento de la era de
los nuevos “milicianos”. Su antimodernismo es la antípoda de la propensión a la
estetización de la política tan típica del fascismo clásico.
De hecho,
existe una sorprendente simetría en la falta de futuro que se da tanto en la
cultura posfascista como en la izquierda radical. El eclipse del mito de un
“Reich de los Mil Años” o el renacimiento del Imperio Romano se corresponde con
el fin de la utopía socialista. Hoy no hay equivalente a la competencia entre
el bolchevismo y el fascismo para conquistar el futuro que tan profundamente
moldeó la década de 1930. Esta competencia que, según Ernst Bloch, se
desarrollaba en el inconsciente y los sueños de las masas, pertenece a la
primera mitad del siglo pasado. Mientras que muchos movimientos de izquierda
como Occupy Wall Street en EE.UU., el 15-M en España o la Nuit debout en
Francia intentaron construir un nuevo proyecto de futuro, el posfascismo llena
el vacío dejado por un desaparecido “horizonte de expectación” con una retirada
reaccionaria al pasado.
Xenofobia
Una
característica común de la derecha radical es la xenofobia. El odio a los
inmigrantes da forma a su ideología e inspira su acción. Transforman a los
“inmigrantes” en “enemigos infiltrados”, cuerpos extraños que amenazan la salud
de una comunidad nacional. La globalización ha engendrado una serie de
poderosas reacciones, muy diversas y a menudo diametralmente opuestas. De todas
ellas, el posfascismo es sin duda la más regresiva: un renacimiento del
nacionalismo étnico. Rechaza el pluralismo cultural en nombre de identidades
monolíticas y niega el pluralismo racial o religioso. Transforma el paradigma
del extranjero de Georg Simmel en la figura del enemigo de Carl Schmitt. La
búsqueda de un chivo expiatorio es un elemento constitutivo del discurso
fascista, y el posfascismo no se desvía de ese camino, aunque es más un
innovador que un seguidor: el principal objetivo de su odio ya no son los
judíos, sino los musulmanes. Este paso del antisemitismo a la islamofobia es un
cambio significativo que merece ser analizado.
El fascismo era
fuertemente antisemita. El antisemitismo dio forma a toda la visión del mundo
del nacionalsocialismo alemán y afectó profundamente a las variedades de
nacionalismos radicales franceses; se introdujo en las leyes del régimen
fascista italiano en 1938 e incluso en España, donde los judíos habían sido
expulsados a finales del siglo XV, la propaganda de Franco los identificaba con
los rojos como enemigos del nacionalcatolicismo. Por supuesto, en la primera
mitad del siglo XX, el antisemitismo estaba muy extendido casi en todas partes,
desde las capas aristocráticas y burguesas —donde estableció límites
simbólicos, hasta la intelligentsia: muchos de los escritores
más leídos de la década de 1930 no ocultaron su odio hacia los judíos.
Hoy, sin
embargo, los inmigrantes musulmanes han reemplazado a los judíos en el discurso
racista. El racismo —una doctrina científica basada en teorías biológicas— ha
sido reemplazado por un prejuicio cultural que enfatiza una discrepancia
irreductible entre la Europa “judeo-cristiana” y el mundo islámico. El antisemitismo
tradicional, que dio forma a todos los nacionalismos europeos durante más de un
siglo, no ha desaparecido los periódicos ataques de neonazis contra sinagogas y
escuelas judías tanto en Europa como en los Estados Unidos prueban su
persistencia—, sino que se ha convertido en un fenómeno residual o ha
transmigrado de la derecha al fundamentalismo islámico. Como en un sistema de
vasos comunicantes, el antisemitismo de antes de la guerra declinó y aumentó la
islamofobia. De hecho, hay una cierta continuidad en este traslado histórico.
La re- presentación posfascista del enemigo reproduce el viejo paradigma racial
y, al igual que el antiguo bolchevique judío, el terrorista islámico suele ser
representado con rasgos físicos que acentúan su alteridad.
En un siglo, la
ambición intelectual de la derecha radical ha disminuido significativamente.
Hoy en día no existe el equivalente de la Francia judía de Edouard Drumont
(1882) ni de Los fundamentos del siglo XIX (1899) de Houston
Stewart Chamberlain, como tampoco de los ensayos sobre antropología racial de
Hans Günther de los años treinta. El nuevo nacionalismo no ha producido
escritores como Louis Ferdinand Céline y Pierre Drieu La Rochelle, por no
hablar de filósofos como Giovanni Gentile, Martin Heidegger y Carl Schmitt. El
humus cultural del posfascismo no se nutre de la creación literaria —excepto
quizás Sumisión (2016) de Michel Houellebecq, que retrata a
una Francia en el 2022 transformada en una República Islámica—, sino de una
campaña masiva para ganar la atención de los medios. Numerosas personalidades
políticas e intelectuales, canales de televisión y revistas populares que no
pueden ser calificadas de fascistas, han contribuido a construir este humus
cultural. Podríamos recordar la prosa inflamada de Oriana Fallaci sobre los
musulmanes que “se reproducen como ratas” y orinan contra los muros de nuestras
catedrales.
George L. Mosse
había señalado que, en el fascismo clásico, las palabras habladas eran más
importantes que los textos escritos. En una época en la que la cultura de la
palabra y la imagen canalizadas por la televisión y las redes sociales ha
sustituido a la textualidad, no es de extrañar que el discurso posfascista se
propague en primer lugar a través de los medios de comunicación, cediendo un lugar
secundario a las producciones literarias (que se convierten en útiles —como
Sumisión— en la medida en que se transforman en eventos mediáticos).
Podemos
observar muchas similitudes significativas entre la islamofobia actual y el
antisemitismo de fin de siglo, en una era prefascista. Pero deberíamos
distinguir entre Francia y Alemania. Después del caso Dreyfus, el antisemitismo
francés estigmatizó a los inmigrantes ju- díos de Polonia y Rusia, pero su
objetivo principal fueron los altos funcionarios (juifs d’Etat) que, bajo la
Tercera República, ocuparon puestos muy importantes en la burocracia, el
ejército, las instituciones académicas y el gobierno. El propio capitán Dreyfus
era un símbolo de tal ascensión social. En la época del Frente Popular, el objetivo
del antisemitismo era Léon Blum, un dandi judío que encarnaba la imagen de una
República conquistada por la “Anti-Francia”. Los judíos fue- ron designados
como “un Estado dentro del Estado”, una posición que ciertamente no se
corresponde con la situación actual de las minorías musulmanas que siguen
estando enormemente subrepresentadas dentro de las instituciones de los países
europeos.
Así, la
comparación sería más pertinente con la Alemania guillermina, donde los judíos
fueron cuidadosamente excluidos de la maquinaria estatal justo cuando los
periódicos advirtieron contra una “invasión judía” (Verjudung) que
estaba poniendo en tela de juicio la matriz étnica y religiosa del Reich. El
antisemitismo desempeñó el papel de un “código cultural” que permitió a los
alemanes definir negativamente una conciencia nacional, en un país desgarrado
por la rápida modernización y urbanización, en la que los judíos aparecían como
su grupo más dinámico. En otras palabras, un alemán era ante todo un no judío.
Hoy, de manera similar, el Islam se está convirtiendo en un código cultural que
permite a los europeos encontrar, por una demarcación negativa, su identidad
nacional “perdida”, amenazada o sumergida en el proceso de globalización.
A veces, el
antisemitismo y la islamofobia coexisten en el discurso posfascista como dos
figuras retóricas complementarias. El caso más llamativo de esta combinación lo
encontramos con Viktor Orbán, el jefe del gobierno húngaro, que denuncia una
doble amenaza: una conspiración financiera organizada por una élite judía de
Wall Street (el blanco habitual de sus discursos es el banquero George Soros),
y una amenaza demográfica encarnada por la inmigración masiva: la “invasión
islámica”. Si bien de manera menos explícita que Viktor Orbán, otros líderes de
extrema derecha de Europa central y occidental también suelen esgrimir
argumentos similares. Pero no debemos pasar por alto las múltiples
contradicciones de tal retórica xenófoba: Viktor Orbán, al igual que Trump,
Bolsonaro y otros líderes de extrema derecha, tiene una muy buena relación con
Israel, al que consideran un poderoso bastión antiislámico (y como un
intermediario útil entre el grupo de Visegrad y los EE.UU.). Recuérdese a
Matteo Salvini, el líder de la derecha radical italiana, que se hizo famoso
internacionalmente cuando, como Ministro del Interior, impidió que barcos con
refugiados de algunas ONG llegarán a las costas de Sicilia. Tiempo después,
participó en masivos mítines contra los inmigrantes y organizó una conferencia
contra el antisemitismo en Roma, junto al embajador de Israel como invitado
distinguido.
En Francia, el
mito de la “invasión islámica” se formuló por primera vez como un tropo
literario que rápidamente se convirtió en un eslogan: el “gran reemplazo” (le
grand remplacement). El inventor de esta figura retórica de la
“islamización” de Francia es Renaud Camus, un escritor que no oculta su
cercanía con el Frente Nacional. Hace quince años, se quejó en su diario de la
abrumadora presencia judía en los medios culturales franceses; en los años
siguientes, cambió su enfoque a los musulmanes, los actores del “gran
reemplazo”. Camus pertenece a la vieja escuela del conservadurismo francés. Su
queja sobre la desaparición de la Francia eterna tiene el angustioso sabor de
los panfletos de Léon Bloy. Sin embargo, los defensores más populares de la
teoría del “gran reemplazo” son dos intelectuales públicos: Eric Zemmour y
Alain Finkielkraut. Zemmour ha dedicado a este tema un libro de gran éxito
—500.000 ejemplares vendidos en seis meses— titulado El suicidio francés
(2015). Finkielkraut es autor de otro best-seller, La identidad desdichada, en
el que describe la desesperación de una gran nación enfrentada a dos
calamidades: el multiculturalismo y una hibridez erróneamente idealizada (el “melting
pot” francés, el métissage de una Francia “Black-Blanc-Beur”, es decir, negros,
blancos y magrebíes: una imagen nacional que se hizo muy popular después de la
victoria de Francia en la Copa Mundial de Fútbol en 1998).
Puesto en una
perspectiva histórica, el mito del “gran reemplazo” revela algunas afinidades
sorprendentes con un estereotipo antisemita clásico. Este discurso no difiere
mucho del nacionalismo alemán de finales del siglo XIX. En 1880, Heinrich von
Treitschke, el historiador alemán más respetado, deploró la “intrusión” (Einbruch) de
los judíos en la sociedad alemana, donde sacudieron las costumbres de la Kultur y
actuaron, según él, como elemento corruptor. La conclusión de Treitschke fue
una nota de desesperación que se convirtió en una especie de eslogan: “los
judíos son nuestra desgracia” (die Juden sind unser Unglück). Este
eslogan fue apropiado por el nacionalsocialismo en la década de 1930. De hecho,
la “infelicidad” de Finkielkraut y Treitschke tiene las mismas raíces: un
descontento similar frente a la modernización y la globalización combinado con
la búsqueda de un chivo expiatorio.
En EEUU, el
equivalente al “gran reemplazo” es el eslogan de Donald Trump “America first”
(América primero) que, al igual que su homólogo francés, tiene una interesante
genealogía analizada por Sarah Churchwell (2018). Las palabras tienen su propia
historia de la que incluso sus hablantes pueden no ser conscientes. Robert O.
Paxton, un distinguido historiador del fascismo, señaló que, a pesar de sus frecuentes
comportamientos y valoraciones casi fascistas, es probable que Donald Trump
nunca haya leído ningún libro sobre el fascismo. Sin embargo, su lema está
cargado de un largo y pesado pasado. Hasta la Primera Guerra Mundial, “América
primero” era el mantra del aislacionismo; evocó un espíritu de egoísmo y la
convicción de que los intereses nacionales deben ser defendidos sin importar
las circunstancias externas. Pero la Gran Guerra fue un punto de inflexión.
Desde principios de la década de 1920, este lema tomó otro sentido, hasta
condensar las pretensiones de un nuevo nativismo que, según muchos
contemporáneos, expresaba los rasgos de un posible fascismo estadounidense.
Impulsado por el “temor rojo” antibolchevique y el ascenso del KKK, que alcanzó
en ese momento su mayor influencia, “América primero” fue reinterpretado en
términos de racismo biológico. Estados Unidos debía protegerse de la
inmigración masiva, una amenaza externa proveniente del sur y este de Europa
que estaba modificando las bases biológicas de su civilización. Los campe-
sinos italianos, polacos y balcánicos, así como los judíos orientales, estaban
destruyendo el nordicismo, el pilar de la América tradicional, es decir, la
América WASP, correspondiente a White Anglo-Saxon Protestant [blancos
anglosajones y protestantes]. Los equivalentes estadounidenses de Chamberlain,
Drumont, Barrès y Maurras fueron el eugenista Madison Grant, autor de La
caída de la gran raza (1916), y La creciente marea de color
contra la supremacía mundial blanca (1920) de Lothrop Stoddard. Ambos
anunciaban un futuro de decadencia para una nación que, a causa de la
inmigración, no podía seguir siendo una “población homogénea de sangre
nórdica”. Esta gran campaña resultó en la Ley de Orígenes Nacionales de
1924, apoyada con entusiasmo por el KKK, que redujo la deseaba cumplir su
“misión civilizadora” apoderándose de territorios fuera de Europa, la
islamofobia poscolonial lucha contra un enemigo interior en nombre de los
mismos valores. El rechazo reemplazó a la ocupación, pero sus motivaciones no
cambiaron: en el pasado, la conquista apuntaba a subyugar y “civilizar”; hoy,
la expulsión tiene como objetivo “proteger” la civilización. Esto explica los
debates recurrentes sobre el laicismo y el velo islámico, especialmente en
Francia, que llevaron a leyes islamófobas que lo prohibieron en lugares
públicos. Este acuerdo consensuado sobre una concepción neocolonial y
discriminatoria de la laicidad ha contribuido significativamente a la
legitimación del posfascismo en la esfera pública.
Señalé el
carácter neoconservador del posfascismo, pero esta tendencia está formada por
muchas contradicciones y no debe interpretarse como un retorno a Joseph de
Maistre. Surgido de una tradición política consolidada de democracia liberal y
de un modelo antropológico de individualismo posesivo construido por sociedades
de mercado, el posfascismo ha roto con el tipo ideal fascista y, en muchos
casos, reivindica el legado de la Ilustración. En la era postotalitaria de los
derechos humanos, esto le da respetabilidad.
El colonialismo
clásico se había producido en nombre del progreso y del universalismo; esta es
la tradición con la que el posfascismo intenta fusionarse. No justifica su
guerra contra el Islam con los viejos y hoy ya inaceptables argumentos del
racismo doctrinal, sino con la filosofía de los Derechos Humanos. Marine Le Pen
—que se ha distanciado claramente de su padre en este tema— no quiere defender
exclusivamente a los franceses nativos frente a los inmigrantes; ella desea
defender también a las mujeres contra el oscurantismo islámico. La homofobia y
la islamofobia que simpatiza con las comunidades LGBTIQ+ coexisten en esta
cambiante derecha radical. En Holanda, el feminismo y los derechos de los
homosexuales han sido las banderas de una violenta campaña xenófoba contra la
inmigración y los musulmanes, protagonizada primero por Pim Fortuyn y luego por
su sucesor Gert Wilders.
Élites
La última
diferencia significativa entre el fascismo clásico y el pos- fascismo radica en
la posición de las élites globales. En la década de 1930, el miedo al comunismo
empujó a las élites a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado
varios historiadores, estos dictadores ciertamente se beneficiaron de los
muchos “errores de cálculo” cometidos por los estadistas y los partidos
conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución Rusa y
la depresión mundial, en medio de una República de Weimar que se derrumba, las
élites económicas, militares y políticas de Alemania no habrían permitido que
Hitler tomara el poder. Despreciaban a Hitler por su origen plebeyo, su
fanatismo y su estilo histérico —más que por su racismo o antisemitismo—, pero
lo preferían al bolchevismo y estaban dispuestos a acogerlo como un hombre
providencial ante la amenaza de una nueva revolución espartaquista. Hoy, toute
proportion gardée, algo similar podría ocurrir en las elecciones
americanas. Las élites globales no son proteccionistas ni están interesadas en
detener la inmigración, y no comparten la cultura o el estilo de Trump, pero se
acomodan de todo tipo de poder, como ocurrió con Trump mismo durante cuatro
años, y como ocurre ahora en Italia o en otros países de la Unión Europea
gobernados por la derecha radical.
En Europa, la
situación es diferente. Allí, los intereses de las élites económicas están
mucho mejor representados por la Unión Europea que por la derecha radical. Este
último podría convertirse en un interlocutor creíble y un líder potencial solo
en el caso de un colapso del euro que llevaría al continente a una situación de
caos e inestabilidad. Desafortunadamente, no podemos excluir tal posibilidad.
Las élites de la Unión Europea recuerdan a los “sonámbulos” al filo de 1914,
los titulares del “concierto europeo” que acudieron a la catástrofe sin
enterarse de lo que estaba pasando.
Durante los
años de entreguerras, las democracias liberales contemplaron el ascenso del
fascismo con una actitud ambigua, mezcla de incomprensión y complacencia, cuyas
principales expresiones fueron la no intervención de Francia y el Reino Unido
durante la Guerra Civil Española y sus concesiones a Hitler en la Conferencia
de Múnich en 1938. Una ambigüedad similar parece repetirse hoy, con muchos
episodios de colusión entre la derecha radical y la derecha tradicional en
varios países del sur y centro de Europa. En el Parlamento Europeo, los
seguidores de Victor Orbán se alían con los de Angela Merkel, mientras en
Turingia la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y Alternativa para Alemania (AfD)
se aliaron contra la izquierda antes de ser desautorizados por la propia
Merkel. Estos episodios confirman que el posfascismo es una constelación
inestable y puede cambiar en el futuro, pero hasta ahora la derecha radical ha
basado su legitimidad en su rechazo al neoliberalismo. Las élites globales son
cosmopolitas; encarnan una forma de universalismo económica y culturalmente
posnacional que, como señala acertadamente Wolfgang Streck, ha engendrado, por
reacción, “una forma de nacionalismo antielitista desde abajo”. El posfascismo
supo dar una expresión política a este temible resentimiento. Las raíces de los
movimientos radicales de derecha de hoy en día son antiguas, pero su ascenso
fue impulsado por la crisis económica que ha revelado dramáticamente la
relación simbiótica entre las élites políticas y las élites financieras. Desde
la década de 1990, es decir, desde el final de la Guerra Fría, tanto las
fuerzas gubernamentales de derecha como de izquierda han adoptado el
neoliberalismo como una especie de pensamiento único. Esta es la premisa
principal del espectacular aumento de la extrema derecha, que finalmente ha
aparecido como alternativa. Por lo tanto, temo que la defensa del establishment
no sea la respuesta al posfascismo, así como las élites de la década de 1930 no
pudieron detener el ascenso del fascismo. La derecha radical, se podría decir,
es la respuesta antidemocrática al proceso de “deshacer la democracia” llevado
a cabo por la razón neoliberal. En un famoso aforismo de 1939, Max Horkheimer
escribió que “quien no quiera hablar de capitalismo debería callar también
sobre el fascismo”. Hoy se podría decir: “quien no quiera hablar de
neoliberalismo, debería callar también sobre el posfascismo”.
Considerando
las significativas diferencias entre el fascismo histórico y sus epígonos que
he venido mencionando, algunos académicos sugieren representar a estos últimos
como populistas. El populismo, argumentan, es una nueva correlación de
liderazgo carismático, autoritarismo político, rechazo al pluralismo,
nacionalismo étnico, visiones míticas de la soberanía, xenofobia y racismo
muchas veces traducidos en leyes discriminatorias. Podemos estar de acuerdo con
esta definición.
En el discurso
público, sin embargo, el populismo es con demasiada frecuencia una fuente de
confusión y malentendidos. Hoy en día, las propias élites lo utilizan como arma
como una especie de “herramienta de inmunización”. Como no hay alternativa a la
razón neoliberal, todos sus críticos son automáticamente estigmatizados como
populistas. De manera similar, durante la Guerra Fría se utilizó el término
totalitarismo para “inmunizar” al llamado “mundo libre”: el comunismo era
intercambiable con el fascismo y todos los críticos de la sociedad de mercado y
la democracia liberal eran enemigos totalitarios.
Si el populismo
es un dispositivo retórico que consiste en oponer las virtudes encarnadas por
un “pueblo” mítico a las élites corruptas, no hay duda de que la mayoría de los
movimientos de extrema derecha contemporáneos son populistas. Sin embargo, tal
definición simplemente describe su estilo político, pero no logra captar su
contenido. Y este contenido puede ser muy diferente. En América Latina, por
ejemplo, hay una larga historia de populismo de izquierda que utilizó la
demagogia y, a menudo, sobre todo en los últimos tiempos, asumió rasgos autoritarios,
pero su objetivo era principalmente incluir a las clases bajas en el sistema
social y político a fin de asegurarles algunos derechos fundamentales. En
Europa occidental, el populismo de derecha es xenófobo, racista y reivindica
políticas de exclusión. Desde el siglo XIX hemos vivido un populismo ruso y
otro estadounidense, una gran variedad de populismos latinoamericanos, un
populismo de derecha y otro de izquierda. Ahora bien, si populismo significa
que Donald Trump es intercambiable con Bernie Sanders, Podemos con Vox, Marine
Le Pen con Jean-Luc Mélenchon y Evo Morales con Jair Bolsonaro, creo que se
convierte en un concepto inútil. Populismo es una palabra camaleónica: cuando
el adjetivo se transforma en sustantivo, su valor heurístico cae dramáticamente.
Muy a menudo, populismo es una palabra que revela el desprecio por el pueblo
por parte de quienes la utilizan para descalificar a sus adversarios. Por eso
creo que posfascismo es una definición más pertinente.
Conclusión
Considerar el
fascismo como un concepto transhistórico no significa postular su carácter
eterno ni prever su repetición. En el siglo XXI, no puede aparecer sino bajo
una nueva forma y, como indiqué al comienzo de este ensayo, probablemente
necesitemos nuevas palabras para describirlo. Si el fascismo es transhistórico,
es ante todo porque es mucho más que un simple objeto historiográfico. Es
también un ámbito de la memoria y es como tal que afecta nuestro presente y
nuestro imaginario político. De nada sirve conmemorar el Holocausto si no nos
ayuda a luchar contra el racismo del presente. Estudiar el fascismo sería
igualmente inútil si no nos inculca la conciencia de que las democracias son
conquistas frágiles, que a veces implosionan y que la historia del siglo XX es
también la historia de su desintegración.
Adenda: el posfascismo de Vladimir Putin
La transición
del antisemitismo a la islamofobia es sólo una de las muchas expresiones de la
diversidad y los cambios del posfascismo. Esta diversidad es el contexto en el
que debe insertarse el más reciente de los debates sobre la nueva derecha, el
que surgió a partir de la invasión rusa a Ucrania, que llevó a muchos analistas
a ver en el régimen de Vladimir Putin la forma completa del fascismo
contemporáneo. Este diagnóstico se basa en numerosos elementos indiscutibles a
los ojos del observador más superficial: una sociedad civil asfixiada, todas
las formas de disidencia reprimidas y perseguidas, un sistema político
autoritario, los medios de comunicación transformados en órganos de propaganda,
el nacionalismo impuesto como ideología oficial, un líder carismático, una
economía controlada por el poder (basada en la exportación de gas y petróleo,
encarnada por una oligarquía que mantiene relaciones simbióticas con la élite
gobernante) y, finalmente, una política expansionista que tiene profundas
raíces en la historia del imperialismo ruso. Todo esto es innegable y en
definitiva justifica la definición de Putin como fascista, a pesar de su
lenguaje (una propaganda destinada a presentar la agresión de Ucrania como una
purga ‘antinazi’). Pero al igual que los posfascismos considerados hasta ahora,
el ruso también es esencialmente defensivo y conservador, muy diferente del
fascismo clásico. Hitler quería conquistar Europa y hacer de la Unión Soviética
el equivalente de la India británica; Mussolini quería hacer del Mediterráneo y
gran parte de África Oriental el “espacio vital” italiano. El imperialismo
fascista fue expansivo y fue parte de la larga tradición del colonialismo
europeo. El expansionismo de la Rusia de Putin es defensivo, porque surge del
intento desesperado de Rusia por preservar un estatus de gran potencia
irreversiblemente cuestionado al final de la Guerra Fría. Basta echar un
vistazo a las cambiantes fronteras geopolíticas de Europa para visualizar el
dramático declive de la esfera de influencia rusa. Como suele pasar con los
dictadores fascistas, los cálculos de Putin están equivocados y es muy probable
que, al final de esta nueva guerra, los misiles de la OTAN estén estacionados
no solo en Ucrania sino también en Suecia y Finlandia, a pocos kilómetros de
San Petersburgo. El nuevo fascismo encarnado por Putin no amenaza con barrer
Europa; más bien, lucha por sobrevivir en el mundo global. Es tan agresivo como
conservador, y en este sentido participa plenamente de la corriente general que
he llamado posfascismo.
Traducción de
Raúl Rodríguez Freire
El presente
ensayo tiene su origen en una conferencia titulada “Post-Fascism. Fascism as a
Trans-Historical Concept”, impartida en la Universidad Cornell en febrero de
2020, en el marco del Institute for Comparative Modernities.
Fuente: Revista Herramienta
lunes, 22 de abril de 2024
Occidente quiere «moderación»
Tras meses de alimentar
un genocidio en Gaza, Oriente Próximo está al borde de la guerra precisamente
porque los políticos occidentales consintieron durante décadas todos los
excesos militares de Israel, a quien ahora Occidente le pide “moderación”.
Occidente quiere «moderación»
El Viejo Topo
22 abril, 2024
De repente, los políticos occidentales, desde el presidente estadounidense Joe Biden hasta el primer ministro británico Rishi Sunak, se han convertido en ardientes defensores de la «moderación», en una lucha de última hora por evitar una conflagración regional.
Irán lanzó una salva de drones y misiles contra Israel en lo que supuso una
demostración de fuerza en gran medida simbólica. Al parecer, muchos de ellos
fueron derribados por los sistemas de interceptación israelíes financiados por
Estados Unidos o directamente por aviones de combate estadounidenses,
británicos y jordanos. No hubo muertos.
Fue el primer ataque directo de un Estado contra Israel desde que Irak disparó
misiles Scud durante la guerra del Golfo de 1991.
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió apresuradamente el
domingo, y Washington y sus aliados pidieron que se rebajaran las tensiones,
que podrían desembocar fácilmente en el estallido de una guerra en Oriente
Próximo y más allá.
«Ni la región ni el mundo pueden permitirse más guerras», declaró en la reunión
el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres. «Ahora es el momento de
desactivar y desescalar».
Israel, por su parte, prometió «exigir el precio» a Irán en el momento que
elija. Pero la abrupta conversión de Occidente a la «moderación» necesita algunas
explicaciones.
Después de todo, los líderes occidentales no mostraron ninguna moderación
cuando Israel bombardeó el consulado de Irán en Damasco hace dos semanas,
matando a un general de alto rango y más de una docena de otros iraníes –la
causa de la represalia de Teherán.
Según la Convención de Viena, el consulado no sólo es una misión diplomática
protegida, sino que se considera territorio soberano iraní. El ataque israelí
contra él fue un acto desenfrenado de agresión, el «crimen internacional supremo»,
como dictaminó el tribunal de Nuremberg al final de la Segunda Guerra Mundial.
Por ello, Teherán invocó el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, que
le permite actuar en legítima defensa.
BLINDAR A ISRAEL
Sin embargo, en
lugar de condenar la peligrosa beligerancia de Israel –un ataque flagrante al
llamado «orden basado en normas» tan venerado por Estados Unidos–, los líderes
occidentales se alinearon detrás del Estado cliente favorito de Washington.
En una reunión del Consejo de Seguridad celebrada el 4 de abril, Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia despreciaron intencionadamente la moderación al
bloquear una resolución que habría condenado el ataque de Israel al consulado
iraní, una votación que, de no haber sido bloqueada, podría haber bastado para
aplacar a Teherán.
El fin de semana, el ministro británico de Asuntos Exteriores, David Cameron,
dio el visto bueno al ataque israelí contra la sede diplomática iraní,
afirmando que podía «entender perfectamente la frustración que siente Israel»,
aunque añadió, sin ningún atisbo de conciencia de su propia hipocresía, que el
Reino Unido «tomaría medidas muy enérgicas» si un país bombardeara un consulado
británico.
Al proteger a Israel de cualquier consecuencia diplomática por su acto de
guerra contra Irán, las potencias occidentales se aseguraron de que Teherán
tuviera que buscar una respuesta militar.
Pero la cosa no acabó ahí. Tras avivar el sentimiento de agravio de Irán en la
ONU, Biden prometió un apoyo «férreo» a Israel –y graves consecuencias para
Teherán– si se atrevía a responder al ataque contra su consulado.
Irán hizo caso omiso de esas amenazas. El sábado por la noche lanzó unos 300
drones y misiles, al tiempo que protestaba a gritos por la «inacción y el
silencio del Consejo de Seguridad, que no ha condenado las agresiones del
régimen israelí».
Los dirigentes occidentales no tomaron nota. Volvieron a ponerse del lado de
Israel y denunciaron a Teherán. En la reunión del Consejo de Seguridad del
domingo, los mismos tres Estados -Estados Unidos, Reino Unido y Francia- que
antes habían bloqueado una declaración de condena del ataque israelí a la
misión diplomática iraní, solicitaron una condena formal de Teherán por su
respuesta.
El embajador ruso ante la ONU, Vasili Nebenzya, ridiculizó lo que calificó de
«desfile de hipocresía y doble rasero de Occidente». Y añadió: «Saben muy bien
que un ataque a una misión diplomática es un casus belli según el derecho
internacional. Y si las misiones occidentales fueran atacadas, ustedes no
dudarían en tomar represalias y demostrar su caso en esta sala».
Tampoco se vio ningún tipo de moderación cuando Occidente celebró públicamente
su connivencia con Israel para frustrar el ataque de Irán y, de este modo,
convertirse en parte directa de esta peligrosa confrontación.
El primer ministro británico, Rishi Sunak, elogió a los pilotos de la RAF por
su «valentía y profesionalidad» al ayudar a «proteger a los civiles» en Israel.
En una declaración, Keir Starmer, líder del partido laborista, supuestamente de
la oposición, condenó a Irán por generar «miedo e inestabilidad», en lugar de
«paz y seguridad», con el riesgo de avivar una «guerra regional más amplia». Su
partido, dijo, «defenderá la seguridad de Israel».
La «moderación» que Occidente exige sólo se refiere, al parecer, a los
esfuerzos de Irán por defenderse.
MORIR DE HAMBRE
Dado el nuevo
reconocimiento por parte de Occidente de la necesidad de actuar con cautela y
de los peligros evidentes de los excesos militares, puede que haya llegado el
momento de que sus dirigentes se planteen exigir moderación de forma más
general, y no sólo para evitar una nueva escalada entre Irán e Israel.
En los últimos seis meses, Israel ha bombardeado Gaza hasta convertirla en
escombros, ha destruido sus instalaciones médicas y oficinas gubernamentales y
ha matado y mutilado a muchas, muchas decenas de miles de palestinos. En
realidad, tal es la devastación que Gaza perdió hace algún tiempo la capacidad
de contar sus muertos y heridos.
Al mismo tiempo, Israel ha intensificado su bloqueo de 17 años del minúsculo
enclave hasta el punto de que llegan tan pocos alimentos y agua que la
población está presa de la hambruna. La gente, especialmente los niños, se
muere literalmente de hambre.
El Tribunal Internacional de Justicia, el más alto tribunal del mundo,
presidido por un juez estadounidense, dictaminó en enero –cuando la situación
era mucho menos grave que ahora– que se había presentado un caso «plausible» de
que Israel estaba cometiendo genocidio, un crimen contra la humanidad estrictamente
definido en el derecho internacional.
Y, sin embargo, los líderes occidentales no han pedido «moderación» mientras
Israel bombardeaba Gaza semana tras semana hasta dejarla en ruinas, atacando
sus hospitales, arrasando sus oficinas gubernamentales, volando por los aires
sus universidades, mezquitas e iglesias y destruyendo sus panaderías.
Por el contrario, el presidente Biden se ha apresurado repetidamente a aprobar
ventas de armas de emergencia, pasando por alto al Congreso, para asegurarse de
que Israel tenga suficientes bombas para seguir destruyendo Gaza y matando a
sus niños.
Cuando los dirigentes israelíes prometieron tratar a la población de Gaza como
«animales humanos», negándoles todo tipo de alimentos, agua y energía, los
políticos occidentales dieron su visto bueno.
Sunak no estaba interesado en reclutar a sus valientes pilotos de la RAF para
«proteger a los civiles» de Gaza frente a Israel, y Starmer no mostró ninguna
preocupación por el «miedo y la inestabilidad» que sienten los palestinos por
el reino del terror de Israel.
Más bien al contrario. Starmer, famoso como abogado de derechos humanos,
incluso dio su aprobación al castigo colectivo de Israel a la población de
Gaza, su «asedio total», como parte integrante de un supuesto «derecho de legítima
defensa» israelí.
Al hacerlo, invalidó uno de los principios más fundamentales del derecho
internacional, según el cual los civiles no deben ser objeto de ataques por las
acciones de sus dirigentes. Como ahora resulta demasiado evidente, sentenció a
muerte a la población de Gaza.
¿Dónde estaba entonces la «moderación»?
DESAPARECIDA EN COMBATE
Del mismo modo,
la moderación se esfumó cuando Israel inventó un pretexto para erradicar la
agencia de ayuda de la ONU Unrwa, el último salvavidas de la hambrienta
población de Gaza.
A pesar de que Israel fue incapaz de ofrecer ninguna prueba de su afirmación de
que un puñado de empleados de Unrwa estaban implicados en un ataque contra
Israel el 7 de octubre, los líderes occidentales se apresuraron a cortar la financiación
de la agencia. Al hacerlo, se convirtieron en cómplices activos de lo que el
Tribunal Mundial ya temía que fuera un genocidio.
¿Dónde estaba la moderación cuando los funcionarios israelíes –con un largo
historial de mentiras para promover la agenda militar de su Estado– inventaron
historias sobre la decapitación de bebés por Hamás o sobre violaciones
sistemáticas el 7 de octubre? Todo esto fue desmentido por una investigación de
Al Jazeera basada en gran medida en fuentes israelíes.
Esos engaños que justificaban el genocidio fueron amplificados con demasiada
facilidad por los políticos y los medios de comunicación occidentales.
Israel no mostró ninguna moderación a la hora de destruir los hospitales de
Gaza o de tomar como rehenes y torturar a miles de palestinos que sacó de la
calle.
Los políticos occidentales hicieron caso omiso de todo ello.
¿Dónde estaba la moderación en las capitales occidentales cuando los
manifestantes salieron a las calles para pedir un alto el fuego, para detener
la sangría israelí de mujeres y niños, la mayoría de los muertos de Gaza? Los
manifestantes fueron calumniados –y siguen siendo calumniados– por los
políticos occidentales como partidarios del terrorismo y antisemitas.
¿Y dónde estaba la exigencia de moderación cuando Israel rompió el libro de
reglas sobre las leyes de la guerra, permitiendo a cualquier aspirante a hombre
fuerte citar la indulgencia de Occidente con las atrocidades israelíes como
precedente para justificar sus propios crímenes?
En cada ocasión, cuando favoreció los malévolos objetivos de Israel, el
compromiso de Occidente con la «moderación» desapareció en combate.
ESTADO CLIENTE
DE PRIMER ORDEN
Hay una razón
por la que Israel ha sido tan ostentoso en su saqueo de Gaza y su pueblo. Y es
la misma razón por la que Israel se sintió envalentonado para violar la
inviolabilidad diplomática del consulado de Irán en Damasco.
Porque durante décadas Israel ha tenido garantizada la protección y la ayuda de
Occidente, sean cuales sean los crímenes que cometa.
Los fundadores de Israel limpiaron étnicamente gran parte de Palestina en 1948,
mucho más allá de los términos de partición establecidos por la ONU un año
antes. En 1967 impusieron una ocupación militar en lo que quedaba de la
Palestina histórica, expulsando a una parte aún mayor de la población nativa.
Después impuso un régimen de apartheid en las pocas zonas donde quedaban
palestinos.
En sus reservas de Cisjordania, los palestinos han sido sistemáticamente
maltratados, sus casas demolidas y se han construido asentamientos judíos
ilegales en sus tierras. Los lugares sagrados de los palestinos han sido
rodeados y arrebatados gradualmente.
Por otra parte, Gaza lleva 17 años aislada y su población no puede circular
libremente, ni trabajar, ni disfrutar de las necesidades básicas.
El reino del terror de Israel para mantener su control absoluto ha hecho que el
encarcelamiento y la tortura sean un rito de iniciación para la mayoría de los
hombres palestinos. Cualquier protesta es aplastada sin piedad.
Ahora Israel ha añadido la matanza masiva en Gaza –genocidio– a su larga lista
de crímenes.
Los desplazamientos de palestinos a Estados vecinos provocados por las operaciones
de limpieza étnica y las matanzas de Israel han desestabilizado la región en su
conjunto. Y para asegurar su proyecto colonial militarizado de colonos en
Oriente Próximo –y su lugar como Estado cliente de Washington en la región–
Israel ha intimidado, bombardeado e invadido a sus vecinos con regularidad.
Su ataque contra el consulado iraní en Damasco fue sólo la última de las
humillaciones en serie a las que se enfrentaron los Estados árabes.
Y durante todo este tiempo, Washington y sus Estados vasallos no han hecho más
que llamamientos ocasionales y de boquilla a la moderación hacia Israel. Nunca
ha habido consecuencias, sino recompensas de Occidente en forma de ayuda
multimillonaria y un estatus comercial especial.
ALGO PRECIPITADO
Entonces, ¿por
qué, tras décadas de violencia desenfrenada por parte de Israel, de repente
Occidente se ha interesado tanto por la «moderación»? Porque en esta rara
ocasión sirve a los intereses occidentales calmar los fuegos que Israel está
tan decidido a avivar.
El ataque israelí contra el consulado de Irán se produjo justo cuando a la
administración Biden se le acababan por fin las excusas para proporcionar las
armas y la cobertura diplomática que han permitido a Israel masacrar, mutilar y
dejar huérfanos a decenas de miles de niños palestinos en Gaza durante seis
meses.
Las exigencias de un alto el fuego y un embargo de armas a Israel han llegado a
un punto álgido, y Biden está perdiendo apoyo entre parte de su base demócrata,
cundo se enfrenta a las elecciones presidenciales a finales de este año frente
a un rival resurgente, Donald Trump.
Un pequeño número de votos podría marcar la diferencia entre la victoria y la
derrota.
Israel tenía motivos de sobra para temer que su patrocinador pronto tirara la
toalla ante su campaña de matanzas masivas en Gaza.
Pero tras haber destruido toda la infraestructura necesaria para mantener la
vida en el enclave, Israel necesita tiempo para que se produzcan las
consecuencias: o hambruna masiva allí o una reubicación de la población en otro
lugar por motivos supuestamente «humanitarios».
Una guerra más amplia, centrada en Irán, distraería la atención de la
desesperada situación de Gaza y obligaría a Biden a respaldar
incondicionalmente a Israel, a cumplir su «férreo» compromiso con la protección
de Israel.
Y para colmo, si Estados Unidos se viera arrastrado directamente a una guerra
contra Irán, Washington no tendría más remedio que ayudar a Israel en su larga
campaña para destruir el programa de energía nuclear iraní.
Israel quiere eliminar cualquier posibilidad de que Irán desarrolle una bomba,
algo que nivelaría el campo de juego militar entre ambos de forma que Israel
tendría muchas menos garantías de poder seguir actuando a su antojo en toda la
región con impunidad.
Por eso, los funcionarios de Biden están expresando a los medios de
comunicación estadounidenses su preocupación por que Israel esté dispuesto a
«hacer algo precipitado» en un intento de arrastrar a la administración a una
guerra más amplia.
La verdad es, sin embargo, que Washington cultivó hace tiempo a Israel como su
monstruo Frankenstein militar. El papel de Israel consistía precisamente en
proyectar el poder de EEUU de forma implacable en Oriente Medio, rico en
petróleo. El precio que Washington estaba más que dispuesto a aceptar era la
erradicación por Israel del pueblo palestino, sustituido por un «Estado judío»
fortaleza.
Pedir ahora a Israel que ejerza la «moderación», mientras sus atrincherados
grupos de presión flexionan sus músculos inmiscuyéndose en la política occidental
y unos fascistas confesos gobiernan Israel, va más allá de la parodia.
Si Occidente realmente apreciara la moderación, debería haber insistido en ella
a Israel hace décadas.
Fuente: https://jonathancook.substack.
Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de
Salvador López Arnal
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