jueves, 25 de abril de 2024

ALTA TRAICIÓN: PIDEN LA CABEZA DE ZELENSKI | MES TERRORÍFICO PARA UCRANIA

Arrestan en EEUU a centenares de universitarios que apoyan a Gaza. [Y ahora que no me vengan diciendo los comunistas, trompetistas, ciclistas, socialistas, chavistas, bolivarianitas, cubanitas, electricistas, banquetistas e istas istas, que en USA no hay libertad. En USA hay completa libertad para detener a cualquiera que se oponga a la política criminal de los capitales; hay libertad completa para esquilmar los recursos energéticos y de materias primas en cualquier punto del globo terráqueo que quieran y puedan hacer. Es casi como España, donde también hay libertad completa (si tienes dinero y quieres) para comprar el periódico que se quiera. O sea, que hay libertad de chúpate domine, pero no libertad. Las cosas como son. Ahora, eso sí: van a venir los comunistas y te van a quitar la bicicleta, y si no tienes bicicleta no te apures, que te darán un vale para que le des la bicicleta cuando la tengas.]

 

 

Arrestan en EEUU a centenares de universitarios que apoyan a Gaza

TERCERAINFORMACION / 25.O4.2024

Las protestas estudiantiles en solidaridad con Palestina y para exigir el fin de la campaña genocida israelí en Gaza se han extendido a muchas universidades de EE.UU.


Los estudiantes ocupan el campus de la Universidad de Columbia y exigen que la escuela se deshaga de empresas con vínculos con Israel, 19 de abril de 2024.

 

Los académicos jóvenes, que se han transformado en activistas defensores del pueblo palestino, están desafiando la represión policial, las detenciones, la persecución y sanciones por parte de las autoridades, para demandar que las universidades dejen de financiar a los fabricantes de armas y que se ponga fin al genocidio israelí contra el pueblo palestino.

La protesta, que implica levantar campamentos en los campus universitarios y celebrar marchas solidarias con Palestina y que comenzó primero en la Universidad de Columbia de Nueva York, ahora se ha extendido a la Universidad de Yale, Harvard; Universidad del Sur de California (USC); la Universidad de Texas en Austin y muchas más.

El miércoles, la policía de Los Ángeles detuvo a alrededor de medio centenar de estudiantes en la Universidad del Sur de California.

Bajo acusaciones de antisemitismo o el supuesto “acoso y llamados a la violencia contra los judíos”, las autoridades universitarias han tratado de desprestigiar la movilización estudiantil en apoyo a Palestina. Bajo este mismo pretexto, se registraron también al menos 34 detenciones en la Universidad de Texas, según anunció el miércoles el Departamento de Seguridad Pública de ese estado.

La semana pasada también se produjo enfrentamientos entre la policía y estudiantes en la Universidad de Columbia, que condujo al arresto de más de un centenar de activistas jóvenes. La ola de detenciones y la represión policial llegó luego a la Universidad de Yale, en New Haven, donde las fuerzas de seguridad arrestaron a más de 40 jóvenes.

En tal circunstancia, los profesores y el personal académico se han sumado a las protestas y defendido a sus estudiantes ante la violencia policial y la persecución sistemática de las autoridades universitarias. Esto es el caso, de la Universidad de Nueva York, donde el lunes los profesores armaron una barrera humana frente a los universitarios, para defenderlos de las detenciones.

Se ha iniciado también una ola de apoyo a los estudiantes de la Universidad de Columbia que han sido sancionados por las autoridades por su participación en la campaña de solidaridad con Palestina.

En esta línea, más de 1400 académicos en EE.UU. firmaron una carta abierta para expresar su compromiso a boicotear las actividades en la Universidad de Columbia y el Barnard College hasta que las autoridades de las instituciones dimitan y eliminen las infracciones de los expedientes de los activistas propalestinos.

Los signatarios fustigaron a la administración de Columbia por recurrir a la fuerza para reprimir a las movilizaciones propalestinas en la universidad. La misiva lamentó que los directivos de Columbia prefieran imitar las tácticas militares del régimen sionista, “destructor de todas las universidades de Gaza y responsable del enterramiento a estudiantes bajo los escombros”.

La guerra genocida de Israel contra la Franja de Gaza, iniciada en octubre, ha dejado más de 34 200 civiles muertos, en su mayoría mujeres y niños, esto mientras que EE.UU., como el principal aliado israelí, sigue bloqueando cualquier esfuerzo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para declarar un alto el fuego.

ftm/hnb

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Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple candado de la cuestión palestina

 

El genocidio en Gaza desvía la mirada, ocultando el crimen del colonialismo en Cisjordania. Si Israel es culpable, Occidente es cómplice.


Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple candado de la cuestión palestina


Martín Alonso Zarza

El Viejo Topo

25 abril, 2024 

 

Durante una visita a Israel del ministro alemán de Asuntos Exteriores, el primer ministro Benjamin Netanyahu desautorizó las demandas palestinas de liberar los territorios ocupados porque “Judea y Samaria no pueden ser Judenrein” (Reuters, 09/07/2009). A la vista de la historia reciente hay motivos para aplicar el léxico de la limpieza étnica en sentido contrario. Según datos del Peace Research Institute Oslo (PRIO) el número de colonos se ha doblado entre 2002 y 2023, alcanzando la cifra de 700.000, distribuidos en 262 asentamientos (ver mapa, https://blogs.prio.org/2023/12/illusions-and-peace-plans-in-the-middle-east/). Si Ariel Sharon reconoció al embajador norteamericano Sol Linowitz en 1980 que “el mapa existente en la práctica no permite ya ni permitirá en el futuro ningún compromiso territorial”, ahora aquellas palabras resultan inapelables; especialmente por una intrincada red de carreteras privativas que fracciona el territorio en bastustanes discontinuos.

En este sentido, Cisjordania, que es la denominación internacional ─el lenguaje no es inocente─, viaja más hacia la condición de Palästinenser-rein que de Judenrein. Y si hay algo parecido a los guetos en la región, sus inquilinos no son judíos. Sabiendo que hace cincuenta años una abrumadora mayoría de la población israelí era favorable a la devolución de los territorios, hay que preguntarse por los motivos de la mutación. Son fundamentalmente dos, estrechamente relacionados. En primer lugar el protagonismo de los colonos, que comenzaron a instalarse con los gobiernos laboristas hasta constituir lo que Gershom Gorenberg denomina “el imperio accidental”, un imperio creado por iniciativa de, en los términos de Akiva Eldar e Idith Zertal, Los amos de la tierra (2009). El proceso por el que una minoría radical, a medio camino entre la Biblia y los axiomas irredentistas del sionismo con su devoción a la sangre y el suelo (y la negación de la existencia del pueblo palestino, como en la célebre declaración de la abuela Golda Meir), ha devenido hegemónica merece ser estudiado. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, la derechización y extremización de la sociedad israelí preludiando la oleada nacionalpopulista que recorre el mundo. Si se quisiera buscar un indicador de ese basculamiento bastaría observar la representatividad de la izquierda en un país construido por émulos del socialismo. El paso de la ética ascética del kibutz a la lógica neoliberal de la start-up nation y la intolerancia teocrática es correlativo. El cuadro de Los amos de la tierra combina tonos oscuros:  ambición, terquedad política, especulación inmobiliaria, demagogia, religiosidad prostituida y sentimiento de impunidad.

Pese a la erosión de las cuadernas democráticas y la deriva etnocrática que representa la ley que reconoce a Israel como Estado judío, excluyendo a la población árabe de nacionalidad israelí y otras minorías, pese a Sabra y Chatila, las detenciones administrativas, las humillaciones de los checks points, la masacre de Hebrón, el muro y un largo etcétera, el aparato de relaciones públicas siguen marcando la tarjeta de visita con el título de la única democracia de Oriente Próximo. Pero ese aparato no hubiera sido capaz de mantener esta imagen pública sin la colaboración de Estados Unidos, con independencia del color del gobierno. En este punto, el apoyo incondicional a Israel, Trump no se separa de la línea de sus antecesores. El gasto de la ayuda militar norteamericana ha crecido en paralelo a la cifra de colonos y se ha multiplicado al compás de las numerosas operaciones emprendidas por el ejército israelí.

En esa línea llama la atención la simultaneidad de cuatro procesos: el apoyo externo incondicional a Israel mediante medidas como el veto a las resoluciones de condena de Naciones Unidas y el aliento para no cumplir las resoluciones 242 y 348, la contribución al sustento de la imagen de país democrático, el apoyo implícito a la ocupación y la obliteración de la cuestión palestina. Ello en parte mediante un supuesto hiperactivismo diplomático que el politólogo Ian Lustick llama “la industria del proceso de paz” y que básicamente estaba dirigido a presentar a EE UU como un valedor de los valores nobles tras los desastres de Vietnam y el Watergate. Efectivamente, el repertorio de acuerdos, propuestas, hojas de ruta, memorandos, negociaciones y afines es digno de atención. Tanto como la insignificancia de este hiperactivismo para las mejoras de la condición de la población palestina, que, a diferencia de su protegido, nunca ha gozado del aval del “derecho a defenderse”; lo cual no significa convalidar los crímenes de guerra cometidos en la operación Diluvio de Al-Aqsa, que merecen una condena rotunda.

Cabe decir que entre las dos América, la chica y la grande, hay una relación simbiótica: Israel se ve asegurado como primera potencia regional tanto en su poder duro como blando por el apoyo norteamericano, mientras que EEUU se sirvió de Israel a fines estratégicos durante la Guerra Fría y lo hace hoy en su enfrentamiento con Irán, y también por razones emocionales: la romantización del ciudadano-soldado inducida por la novela y la película Éxodo permitieron aliviar en la autoestima los traumas de Vietnam y los malestares internos vehiculados por la corriente contracultural.

Pero en ocasiones la condescendencia norteamericana con las reivindicaciones maximalistas y anexionistas obedece a razones internas. En una entrada de su Diario (24/04/1979) alude Carter a su necesidad “de protección política respecto de la comunidad judía”; la comunidad ha crecido tan notablemente en poder desde entonces que ha cobrado carta de naturaleza el sintagma ‘el lobby israelí’. La ‘haredización’ (deriva fundamentalista) de la comunidad judía norteamericana desde finales de siglo pasado ha encontrado su sustento en tres colectivos, los cristianos evangélicos, los neoconservadores y el American Israel Public Affairs Committee. Estos colectivos aseguran un flujo continuo de visitas en las dos direcciones y representan sustancialmente las posiciones de la franja extrema de la sociedad israelí que hoy sostiene al gobierno de Netanyahu, el más extremista de los 75 años de historia del país. Estos colectivos (con diversos matices que no pueden ser atendidos en la escala de esta tribuna) han conseguido hacer de Israel una marca de prestigio, con réditos para los pro y coste para los críticos. Un coste que a veces adopta formas de censura que preludian lo que sería la cultura de la cancelación y de la que es un ejemplo extremo, en Israel, el asesinato de Isaac Rabin por un devoto de Meir Kahane, Yigal Amir, convertido en héroe de los extremistas ultraortodoxos.

Estos tres elementos: la primacía del programa de los colonos que cabría inscribir siguiendo las coordenadas léxicas de Netanyahu en la categoría de Settlersraum, el apoyo irrestricto de EE UU y el protagonismo en la política interior e internacional del lobby israelí no dejan resquicios de luz para la cuestión palestina, son tres aldabas juntas. Bien entendido que esto no significa negar la existencia de pulsiones antisemitas,  de la que da cuenta la multiplicación de esvásticas y estrellas de David.

En el propio Israel parecería que la guerra es la razón de ser, literalmente, la razón de estar de su Primer ministro para eludir el coste de la corrupción, y, simbólicamente, la justificación ideológica de un programa autocrático basado en la ocupación y la militarización. La ocupación ha sido determinante para la corrupción de la democracia. Lo han denunciado voces críticas valientes tanto en Israel como entre la comunidad judía norteamericana; conviene no olvidar esto para no incurrir en la homogeneización patrimonializadora y esencialista de los líderes nacionalistas. La mirada sociológica explica que las cosas no siempre fueron así y rastrea las líneas de los cambios. No siempre fueron así porque el abanico ideológico de la sociedad israelí comprendía no hace tanto otros registros. En su último libro, ¿Dos pueblos para un Estado? (2024), Shlomo Sand señala varios hitos del sionismo partidario de los dos estados: Ahad Ha’am que propugna “un espacio común para pueblos diferentes”, Hans Kohn miembro del grupo Brit Shalom (Alianza por la Paz), al que sucede Ihoud (Unión), presidido por Judan Leon Magnes y Martin Buber, por citar algunos. Pero la euforia de la guerra de los Seis Días altera el estado de cosas, de modo que la defensa de la ocupación por los gobiernos sucesivos con el apoyo de EE UU ha abonado el terreno para los partidarios de la colonización.

Escribió el disidente yugoslavo Milovan Djilas que nadie puede arrebatar la libertad a otros sin perder la suya. Jean Daniel ha señalado que a fuerza de oprimir a los palestinos Israel se ha convertido en una prisión para los propios judíos y Sylvain Cypel que son ellos los encerrados por los muros. No terminan ahí los males: dada la ubicación de la región en las nervaduras de la geopolítica, el impacto de las dinámicas autoritarias y supremacistas de Israel tiene un potencial destructivo de dimensiones imprevisibles. La chulería con la que su Primer ministro ha toreado las recomendaciones respecto a las tensiones con Irán no desautoriza el hilo narrativo de este escrito.

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miércoles, 24 de abril de 2024

TERRIBLE DECISIÓN DE UCRANIA: MÁS INFORMACIÓN SOBRE DERRIBO DEL F-35

El plan Marruecos 2030: ocupación de Ceuta, Melilla y las Canarias

 

Plan de los servicios de inteligencia marroquíes para la ocupación de Ceuta, Melilla y las Canarias, plan que el régimen de Mohammed VI denomina "operación reconquista" a pesar de que estos territorios nunca han pertenecido al reino alauí.


El plan Marruecos 2030: ocupación de Ceuta, Melilla y las Canarias

 

EL VIEJO TOPO / 24 abril, 2024

 



por Geostrategia

Al borde de la guerra

Ya en democracia, el momento más delicado de las relaciones España-Marruecos se vivió en julio de 2002, cuando doce miembros de la Gendarmería Real Marroquí ocuparon el islote de Perejil. Un episodio que estuvo a punto de provocar un enfrentamiento armado entre los dos países.

El 11 de julio, los gendarmes desembarcaron en Perejil (Leyla para los marroquíes), una isla de soberanía española situada a once kilómetros de la ciudad de Ceuta y a doscientos metros de la costa de Marruecos, en pleno estrecho de Gibraltar, sin que se produjera resistencia porque el territorio estaba vacío. Colocaron dos banderas de Marruecos, y poco después los gendarmes fueron sustituidos por infantes de marina marroquíes.

Una operación militar

El Gobierno de entonces, presidido por José María Aznar, no se quedó quieto. Al contrario. En una semana, montó una compleja operación militar, que movilizó abundantes medios terrestres, aéreos y marítimos, dirigida a liberar la isla.

A las 6,21 de la mañana del 17 de julio de 2002, soldados del Grupo de Operaciones Especiales desembarcaron en el islote. Apenas una hora después, sin disparar un solo tiro porque los marroquíes no opusieron resistencia, izaron la bandera de España en lo más alto de la isla, dándola por liberada.

A continuación, 75 legionarios del Tercio Duque de Alba de Ceuta sustituyeron a los ‘boinas verdes’, que trasladaron a Ceuta a los seis detenidos y los devolvieron por la frontera.

Condena de la “ocupación”

La reacción de Marruecos se produjo el mismo día 17 de julio: un Consejo Extraordinario de Ministros celebrado en Rabat condenó la ocupación, lo equiparó a una declaración de guerra, y anunció que lo denunciaría ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por violación del derecho internacional.

El 20 de julio, tras reanudarse las conversaciones entre los dos países por mediación de Colin Powell, secretario de Estado, España retiró los legionarios, y dos días después la ministra de Exteriores, Ana Palacio, y su homólogo, Mohammed Benaissa, firmaron en Rabat un acuerdo normalizando las relaciones.

Una decisión de calado

La decisión del Gobierno de España de poner todos los medios a su alcance para rescatar Perejil sorprendió en algunos ambientes, vista la determinación con que procedió, asumiendo incluso el riesgo de que se produjera una respuesta militar por parte de Marruecos dirigida a contrarrestar la operación.

De hecho, desde Madrid se adoptaron medidas extraordinarias para prevenir una situación bélica semejante: se mantuvieron en alerta unidades navales y escuadrillas de reactores, también por si fuera preciso enfrentarse a una ofensiva militar marroquí contra las ciudades de Ceuta y Melilla, las islas Canarias, e incluso al Sur de España.

Trasfondo

La operación militar para liberar Perejil, denominada ‘Romeo Sierra’, se convirtió en el primer incidente armado protagonizado por España en defensa de su soberanía desde el inicio de la democracia. Y mostró claramente que el Gobierno (el de entonces) no permitiría ninguna violación de la territorialidad española en el Norte de África ni en Canarias.

Destacados analistas no descartan que ese comportamiento tuviera relación con los planes de Hasán II para llevar a cabo una ‘invasión pacífica’ de Ceuta, Melilla y Canarias, planes que conocía el Gobierno, y que ahora se han desvelado en el libro La trastienda de los servicios de inteligencia, del ex agente del SECED (antecedente del CNI) Fernando San Agustín.

Cambiar la historia de España

Fernando San Agustín, 84 años, relata en su libro, a modo de memorias, las operaciones secretas en las que intervino como agente. Redactado casi como una novela, desvela hechos bastante desconocidos, y también comprometidos, sobre operaciones de los servicios de inteligencia.

El autor asegura que se trata de fragmentos de su vida, “un resumen muy extractado del diario de operaciones”, y que constituye una especie de “descarga de conciencia”. Y Fernando Rueda, uno de los máximos expertos en el ámbito de los servicios de inteligencia, afirma que las operaciones de San Agustín “cambiaron la historia de España”.

Repetir la ‘Marcha Verde’

Entre otros asuntos, el libro cuenta con detalle que Hasán II planeó una invasión masiva, simultánea y ‘pacífica’, sobre Ceuta, Melilla y Canarias, protagonizada por decenas de miles de marroquíes, al estilo de lo que hizo en 1975 con la ‘Marcha Verde’.

En resumen, el agente Fernando San Agustín relata lo siguiente:

-En el parador de Gredos, recibió instrucciones del jefe de Operaciones del servicio (el SECED, hoy CNI) para recibir a dos personas: una mujer norteamericana de unos treinta y tantos años, Ava Cohen, y un hombre de cincuenta con rasgos rifeños. Este era Abdul Saiz, comandante del ejército de Marruecos destinado en los servicios secretos, no de su país, sino del rey Hasán II.

-La mujer era esposa del profesor Collins, experto en Demografía y Sociología en la Universidad de Boston, que en 1975 colaboró con Thomson, consejero y asesor en la descolonización de varios países de África, en organizar el itinerario, participantes y logística de la ‘Marcha Verde’.

“Marruecos 2030”

—Años más tarde, Collins fue llamado de nuevo para diseñar, junto con Thomson, la operación “Marruecos 2030”, dirigida a incorporar a Marruecos Ceuta y Melilla, junto con las islas canarias de La Palma, El Hierro, La Gomera, Fuerteventura y Lanzarote, y algún islote adyacente. Después, solo se reconocería la soberanía española sobre Gran Canaria y Tenerife. Se llamaba Operación 2030 porque a finales de ese año debería haberse consumado la integración de dichos territorios, tras los consiguientes acuerdos con España.

-Ava Cohen y Abdul Saiz habían establecido una relación personal y habían escapado de Marruecos. Ellos detallaron el plan de reconquista de esos territorios.

—Según Thompson, la gran fuerza de Marruecos es su población, numerosa y joven, fiel al rey y a su religión. La gran debilidad de España era que se estaba dividiendo en reinos de taifas que cada vez querrían ser más independientes, y por tanto insolidarios con los demás.

En un momento de crisis

—El plan se ejecutaría cuando España estuviese sufriendo una grave crisis, por terrorismo, desafíos independentistas, problemas políticos que pusieran en duda la autoridad del rey y del Gobierno…

-Hasta el momento de la ‘reconquista’, Marruecos fomentará la llegada de marroquíes a España, Ceuta, Melilla y Canarias, que soliciten ayudas económicas, la residencia y la nacionalidad, a fin de poder votar y hacerse con concejalías y ayuntamientos, especialmente en las zonas a invadir

—El Día D, 20.000 personas entrarían en Ceuta y en Melilla, por tierra (con autocares, camiones, automóviles y máquinas para derribar las vallas) y por mar (utilizando barcas de pescadores, pateras y cualquier cosa que flotara).

Ceuta y Melilla

—En Ceuta y Melilla, la Guardia Civil y la Policía se verán arrolladas por la multitud, que ocupará sedes oficiales, viviendas y comerciosArriarán la bandera española e izarán la marroquí. El resto se colocarán en posición de oración para dar gracias al Altísimo y así evitar la intervención policial. Comisarías y cuarteles no deben ser ocupados, sino rodeados, con el fin de limitar los movimientos de militares y policías.

—Hay que sembrar las calles de obstáculos: muebles, coches… que impidan el movimiento de vehículos: dificultar los desplazamientos del enemigo es básico. En los expedientes para cada ciudad vienen las calles y carreteras más importantes para cerrar, y cómo bloquear la entrada de embarcaciones a los puertos.

—En los ayuntamientos, se convocará una reunión extraordinaria para acordar su inclusión en el reino de Marruecos. Se informará con altavoces por las calles. A los españoles que no lo acepten, se les trasladará el puerto, donde los ferris y barcos de pesca los llevarán a la península. El Ejército y la Marina marroquíes harán acto de presencia, puesto que tendrán la consideración de plazas marroquíes.

—Los cristianos no lucharán por Ceuta y Melilla porque la mayoría de los españoles las consideran ciudades marroquíes. Habrá mayor resistencia en Canarias, pero se ofrecerá a España que se quede con las dos islas principales.

Canarias

—Sobre Canarias, desde la costa marroquí, entre Tarfaya y Bojador, saldrán barcas, barcos de pasajeros, buques de carga, con los reconquistadores y sus familias. Cada isla recibirá varias oleadas de 10.000 personas. La flota transportará 50.000 en una primera fase, y la misma cantidad en una segunda y tercera. Será un desembarco pacífico, retransmitido por emisoras y televisiones.

—Cuando se cumpla el mismo operativo que en Ceuta y Melilla, la armada marroquí atracará en los puertos canarios, y el ejército se dirigirá a las islas para proteger a su gente y ocupar los aeropuertos.

—Es básico crear en las calles un ambiente de pánico entre los cristianos, mediante pequeños incendios, desalojos de edificios y otras provocaciones, que generen caos, porque eso favorecerá el éxito de la operación.

—Los reconquistadores deben ser mayormente jóvenes. En recompensa, se les darán las casas y comercios que logren desalojar a sus propietarios cristianos. Es importante que la población cristiana se sienta desprotegida, porque así se entregará y aceptará la evacuación a Tenerife y Gran Canaria.

Españoles débiles

—A los policías y militares locales se los desarmará y se llevará a las zonas de embarque. Quienes se resistan serán fusilados de inmediato.

—La reacción del Ejército español no será la de los ingleses en las Malvinas, porque los españoles son débiles y poco patriotas, empezando por los políticos, que convencerán a la opinión pública de que conviene conformarse con conservar Gran Canaria, Tenerife y las Chafarinas, mientras se mantiene el litigio político por las demás islas. El resultado de esa inacción será el mismo que el de Gibraltar.

—El gran éxito de los regulares que combatieron en la guerra civil española fue el terror que infundían las tropas marroquíes. Una vez en tierra, habrá equipos dedicados a difundir la cantidad de asesinatos violaciones e incendios causados por los invasores, aunque no todo sea verdad.

—Los servicios británico y estadounidense se mantendrán neutrales o a favor de Marruecos, como en el caso de la ‘Marcha Verde’.

—El Día D deben cursarse órdenes de movilización de la población árabe en París, Londres, Madrid, Barcelona, Bruselas y Atenas, convocando manifestaciones para celebrar la conquista.

Fuente: Geoestrategia, Publicación del Instituto Español de Geopolítica.

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martes, 23 de abril de 2024

RUSIA QUEBRÓ A LA OTAN | EL FRENTE NORTE DE UCRANIA SE ROMPE

transhistórico

 

Fascismo, neofascismo, posfascismo… lobos que a menudo visten pieles de cordero. Manadas que abundan en Europa, en América –tanto en el norte como en el Sur–, en todas partes. También en España.


El fascismo como concepto transhistórico

 

Enzo Traverso

El Viejo Topo

23 abril, 2024 



El fascismo ha rebasado recientemente los límites del debate historiográfico, cuando muchos observadores pensaban que había quedado definitivamente relegado, para volver espectacularmente a la agenda política. La tendencia es global. Desde la década de 1930, el mundo no ha experimentado un crecimiento similar de los movimientos de derecha radical, lo que inevitablemente despierta la memoria del fascismo. En un principio, el fenómeno apareció en la Europa continental, con el surgimiento del Frente Nacional en Francia y otros movimientos de extrema derecha en los países del antiguo bloque soviético. Hoy en día, los partidos de extrema derecha están fuertemente representados en casi todos los países de la Unión Europea, a veces incluso como fuerzas gubernamentales. El éxito de Alternativa para Alemania (AfD) y Vox demuestra que Alemania y España ya no son la excepción. La ola se convirtió en tsunami y desbordó otros continentes, con la elección de Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en India y Rodrigo Duterte en Filipinas. El nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el autoritarismo se han vuelto altamente contagiosos. Por todas partes, los fantasmas del fascismo reaparecen y los que habían sido derrotados, el monopolio estatal de la violencia legítima había sido radicalmente cuestionado y la política había tomado las armas. Muchos partidos crearon su propia milicia. Hoy, por el contrario, la mayoría de los líderes de la derecha radical están acostumbrados a aparecer en nuestras pantallas de televisión; ya no encienden multitudes histéricas ni asisten a mítines masivos en los que sus seguidores marcharon vestidos de uniforme. Entre sus activistas, la violencia es la excepción —como la masacre de Utoya de 2011 o el ataque automovilístico de Charlottesville seis años después—, no la regla. El posfascismo ha surgido después de setenta años de paz en la mayoría de los países occidentales. A partir de entonces, su relación con la democracia es diferente y no exhibe un carácter “subversivo”. Occidente pudo “exportar” violencia fuera de sus fronteras, principalmente en el Medio Oriente, y está acostumbrado a representar a una de sus criaturas —el terrorismo—, como una amenaza externa. Pero esto es una forma de exorcismo.

Anticomunismo

Un pilar fundamental del fascismo clásico fue el anticomunismo. Después de la Gran Guerra, el anticomunismo fue el crisol para la transformación del nacionalismo de la derecha conservadora a la derecha “revolucionaria”: Mussolini definió su movimiento como “revolución contrarrevolución”. Hoy, tras el colapso del socialismo real y el fin de la URSS, el anticomunismo ha perdido tanto su atractivo como su significado. A veces sobrevive —piénsese en la campaña de Bolsonaro contra el “marxismo cultural”—, pero se ha vuelto marginal. Esto tiene algunas consecuencias considerables. Ya no existe una poderosa frontera que en el pasado se- paraba al fascismo de las clases trabajadoras. De esta manera, Le Pen, Salvini, Orbán y Trump han reintegrado a la clase obrera a un imaginario nacionalista. Por supuesto, se refieren a una clase obrera “nacional” (sin inmigrantes), compuesta mayoritariamente por hombres blancos, pero pretenden defenderlos de la globalización. Reivindican una especie de estado de bienestar étnicamente circunscrito que se opone a una política neoliberal de privatización. Un obstáculo importante ha caído. En una perspectiva histórica, el posfascismo también podría verse como el resultado de la derrota de las revoluciones del siglo XX: después del colapso del comunismo y la adopción de la razón neoliberal por parte de la mayoría de los partidos socialdemócratas, los movimientos de derecha radical se han convertido, en muchos países, en las fuerzas más influyentes que se oponen al “establishment” sin mostrar un rostro subversivo y evitando cualquier competencia con una izquierda desmovilizada.

Este cambio está lejos de ser anecdótico. En la década de 1930, el fascismo no pudo conquistar a las clases trabajadoras, que seguían impregnadas de una cultura socialista y organizadas por partidos y sindicatos de izquierda. Un sólido muro separaba sus valores, identidades y lenguas; expresaron diferentes rituales y símbolos. Cuando llegó al poder, el fascismo no pudo integrar el movimiento obrero en su propio sistema social y político; se vio obligado a destruirlo. Hoy, esta división ha desaparecido. En muchos países europeos, los antiguos bastiones de la izquierda se han convertido, con una inversión espectacular del panorama electoral tradicional, en los baluartes de los partidos de extrema derecha.

La derecha radical reivindica el paradigma populista clásico de la gente “buena” frente a las élites corruptas, pero lo ha reformulado significativamente. En el pasado, la gente “buena” significaba una comunidad rural étnicamente homogénea opuesta a las “clases peligrosas” de las grandes ciudades. Tras el fin del comunismo, una clase obrera derrotada golpeada por la desindustrialización se ha reintegrado a esta virtuosa comunidad nacional. Los “malos” del imaginario posfascista, inmigrantes, musulmanes y negros de los suburbios, mujeres con velo, yonquis y hombres marginales se fusionan con las clases ociosas que adoptan costumbres liberadas: feministas, LGBTIQ+, antirracistas, ecologistas y defensores de los derechos de los inmigrantes. En el espectro opuesto, las “buenas” personas son nacionalistas, antifeministas, homofóbicas, xenófobas y alimentan una clara hostilidad hacia la ecología, las artes modernas y el intelectualismo.

Anti-utopismo

El posfascismo pertenece a una época “posideológica” configurada por el derrumbe de las esperanzas del siglo XX y no rompe un nuevo régimen de temporalidad que, hablando una vez más con Koselleck, se ve privado de todo “horizonte de expectativa”. En la década de 1930, el fascismo reivindicó una “revolución nacional” y se describió a sí mismo como una civilización alternativa opuesta tanto al liberalismo como al comunismo. Anunció el nacimiento de un “Hombre Nuevo” que habría de regenerar el continente reemplazando a las viejas y decadentes democracias. Por el contrario, el posfascismo no tiene ambiciones utópicas. Su modernidad radica en los medios de su propaganda —todos sus líderes están familiarizados con la publicidad y la comunicación televisiva—, más que en su proyecto, que es profundamente conservador. Frente a los enemigos de la civilización —la globalización, la inmigración, el islam, el terrorismo—, la derecha radical sólo reclama una vuelta al pasado: moneda nacional, soberanía nacional, “preferencia nacional”, detención de la inmigración, preservación de las raíces cristianas de los países occidentales, jerarquías de género, defensa de la familia, etc.

Desde este punto de vista, la nueva derecha radical es más neoconservadora que fascista; pertenece a la tradición del “pesimismo cultural” (el Kulturpessimismus descrito por Fritz Stern) más que a la “revolución conservadora”, que proyectó valores aristocráticos y antidemocráticos en un futuro orden político (una peculiar mezcla de oscurantismo y tecnología idealizada). Piénsese en el ideólogo de Alternative für Deutschland, Rolf-Peter Sieferle. Escribió un panfleto pesimista en el que se quejaba de la decadencia de Alemania, dominada por valores cosmopolitas y posnacionales, y completamente remodelada por la idea de Habermas de “patriotismo constitucional”. Tras publicar su testamento intelectual, Finis Germania(2017), se suicidó. En resumen, esta no es la trayectoria de un “redentor”. Recuerda una vez más el discurso resignado sobre la “decadencia” elaborado por Arthur Gobineau y Oswald Spengler en el siglo XIX y principios del XX, más que el llamado moderno a la venganza y la regeneración encarnado por Maurice Barrès y Ernst Jünger, los pensadores del “nacionalismo integral”, la “movilización total” y el advenimiento de la era de los nuevos “milicianos”. Su antimodernismo es la antípoda de la propensión a la estetización de la política tan típica del fascismo clásico.

De hecho, existe una sorprendente simetría en la falta de futuro que se da tanto en la cultura posfascista como en la izquierda radical. El eclipse del mito de un “Reich de los Mil Años” o el renacimiento del Imperio Romano se corresponde con el fin de la utopía socialista. Hoy no hay equivalente a la competencia entre el bolchevismo y el fascismo para conquistar el futuro que tan profundamente moldeó la década de 1930. Esta competencia que, según Ernst Bloch, se desarrollaba en el inconsciente y los sueños de las masas, pertenece a la primera mitad del siglo pasado. Mientras que muchos movimientos de izquierda como Occupy Wall Street en EE.UU., el 15-M en España o la Nuit debout en Francia intentaron construir un nuevo proyecto de futuro, el posfascismo llena el vacío dejado por un desaparecido “horizonte de expectación” con una retirada reaccionaria al pasado.

Xenofobia

Una característica común de la derecha radical es la xenofobia. El odio a los inmigrantes da forma a su ideología e inspira su acción. Transforman a los “inmigrantes” en “enemigos infiltrados”, cuerpos extraños que amenazan la salud de una comunidad nacional. La globalización ha engendrado una serie de poderosas reacciones, muy diversas y a menudo diametralmente opuestas. De todas ellas, el posfascismo es sin duda la más regresiva: un renacimiento del nacionalismo étnico. Rechaza el pluralismo cultural en nombre de identidades monolíticas y niega el pluralismo racial o religioso. Transforma el paradigma del extranjero de Georg Simmel en la figura del enemigo de Carl Schmitt. La búsqueda de un chivo expiatorio es un elemento constitutivo del discurso fascista, y el posfascismo no se desvía de ese camino, aunque es más un innovador que un seguidor: el principal objetivo de su odio ya no son los judíos, sino los musulmanes. Este paso del antisemitismo a la islamofobia es un cambio significativo que merece ser analizado.

El fascismo era fuertemente antisemita. El antisemitismo dio forma a toda la visión del mundo del nacionalsocialismo alemán y afectó profundamente a las variedades de nacionalismos radicales franceses; se introdujo en las leyes del régimen fascista italiano en 1938 e incluso en España, donde los judíos habían sido expulsados a finales del siglo XV, la propaganda de Franco los identificaba con los rojos como enemigos del nacionalcatolicismo. Por supuesto, en la primera mitad del siglo XX, el antisemitismo estaba muy extendido casi en todas partes, desde las capas aristocráticas y burguesas —donde estableció límites simbólicos, hasta la intelligentsia: muchos de los escritores más leídos de la década de 1930 no ocultaron su odio hacia los judíos.

Hoy, sin embargo, los inmigrantes musulmanes han reemplazado a los judíos en el discurso racista. El racismo —una doctrina científica basada en teorías biológicas— ha sido reemplazado por un prejuicio cultural que enfatiza una discrepancia irreductible entre la Europa “judeo-cristiana” y el mundo islámico. El antisemitismo tradicional, que dio forma a todos los nacionalismos europeos durante más de un siglo, no ha desaparecido los periódicos ataques de neonazis contra sinagogas y escuelas judías tanto en Europa como en los Estados Unidos prueban su persistencia—, sino que se ha convertido en un fenómeno residual o ha transmigrado de la derecha al fundamentalismo islámico. Como en un sistema de vasos comunicantes, el antisemitismo de antes de la guerra declinó y aumentó la islamofobia. De hecho, hay una cierta continuidad en este traslado histórico. La re- presentación posfascista del enemigo reproduce el viejo paradigma racial y, al igual que el antiguo bolchevique judío, el terrorista islámico suele ser representado con rasgos físicos que acentúan su alteridad.

En un siglo, la ambición intelectual de la derecha radical ha disminuido significativamente. Hoy en día no existe el equivalente de la Francia judía de Edouard Drumont (1882) ni de Los fundamentos del siglo XIX (1899) de Houston Stewart Chamberlain, como tampoco de los ensayos sobre antropología racial de Hans Günther de los años treinta. El nuevo nacionalismo no ha producido escritores como Louis Ferdinand Céline y Pierre Drieu La Rochelle, por no hablar de filósofos como Giovanni Gentile, Martin Heidegger y Carl Schmitt. El humus cultural del posfascismo no se nutre de la creación literaria —excepto quizás Sumisión (2016) de Michel Houellebecq, que retrata a una Francia en el 2022 transformada en una República Islámica—, sino de una campaña masiva para ganar la atención de los medios. Numerosas personalidades políticas e intelectuales, canales de televisión y revistas populares que no pueden ser calificadas de fascistas, han contribuido a construir este humus cultural. Podríamos recordar la prosa inflamada de Oriana Fallaci sobre los musulmanes que “se reproducen como ratas” y orinan contra los muros de nuestras catedrales.

George L. Mosse había señalado que, en el fascismo clásico, las palabras habladas eran más importantes que los textos escritos. En una época en la que la cultura de la palabra y la imagen canalizadas por la televisión y las redes sociales ha sustituido a la textualidad, no es de extrañar que el discurso posfascista se propague en primer lugar a través de los medios de comunicación, cediendo un lugar secundario a las producciones literarias (que se convierten en útiles —como Sumisión— en la medida en que se transforman en eventos mediáticos).

Podemos observar muchas similitudes significativas entre la islamofobia actual y el antisemitismo de fin de siglo, en una era prefascista. Pero deberíamos distinguir entre Francia y Alemania. Después del caso Dreyfus, el antisemitismo francés estigmatizó a los inmigrantes ju- díos de Polonia y Rusia, pero su objetivo principal fueron los altos funcionarios (juifs d’Etat) que, bajo la Tercera República, ocuparon puestos muy importantes en la burocracia, el ejército, las instituciones académicas y el gobierno. El propio capitán Dreyfus era un símbolo de tal ascensión social. En la época del Frente Popular, el objetivo del antisemitismo era Léon Blum, un dandi judío que encarnaba la imagen de una República conquistada por la “Anti-Francia”. Los judíos fue- ron designados como “un Estado dentro del Estado”, una posición que ciertamente no se corresponde con la situación actual de las minorías musulmanas que siguen estando enormemente subrepresentadas dentro de las instituciones de los países europeos.

Así, la comparación sería más pertinente con la Alemania guillermina, donde los judíos fueron cuidadosamente excluidos de la maquinaria estatal justo cuando los periódicos advirtieron contra una “invasión judía” (Verjudung) que estaba poniendo en tela de juicio la matriz étnica y religiosa del Reich. El antisemitismo desempeñó el papel de un “código cultural” que permitió a los alemanes definir negativamente una conciencia nacional, en un país desgarrado por la rápida modernización y urbanización, en la que los judíos aparecían como su grupo más dinámico. En otras palabras, un alemán era ante todo un no judío. Hoy, de manera similar, el Islam se está convirtiendo en un código cultural que permite a los europeos encontrar, por una demarcación negativa, su identidad nacional “perdida”, amenazada o sumergida en el proceso de globalización.

A veces, el antisemitismo y la islamofobia coexisten en el discurso posfascista como dos figuras retóricas complementarias. El caso más llamativo de esta combinación lo encontramos con Viktor Orbán, el jefe del gobierno húngaro, que denuncia una doble amenaza: una conspiración financiera organizada por una élite judía de Wall Street (el blanco habitual de sus discursos es el banquero George Soros), y una amenaza demográfica encarnada por la inmigración masiva: la “invasión islámica”. Si bien de manera menos explícita que Viktor Orbán, otros líderes de extrema derecha de Europa central y occidental también suelen esgrimir argumentos similares. Pero no debemos pasar por alto las múltiples contradicciones de tal retórica xenófoba: Viktor Orbán, al igual que Trump, Bolsonaro y otros líderes de extrema derecha, tiene una muy buena relación con Israel, al que consideran un poderoso bastión antiislámico (y como un intermediario útil entre el grupo de Visegrad y los EE.UU.). Recuérdese a Matteo Salvini, el líder de la derecha radical italiana, que se hizo famoso internacionalmente cuando, como Ministro del Interior, impidió que barcos con refugiados de algunas ONG llegarán a las costas de Sicilia. Tiempo después, participó en masivos mítines contra los inmigrantes y organizó una conferencia contra el antisemitismo en Roma, junto al embajador de Israel como invitado distinguido.

En Francia, el mito de la “invasión islámica” se formuló por primera vez como un tropo literario que rápidamente se convirtió en un eslogan: el “gran reemplazo” (le grand remplacement). El inventor de esta figura retórica de la “islamización” de Francia es Renaud Camus, un escritor que no oculta su cercanía con el Frente Nacional. Hace quince años, se quejó en su diario de la abrumadora presencia judía en los medios culturales franceses; en los años siguientes, cambió su enfoque a los musulmanes, los actores del “gran reemplazo”. Camus pertenece a la vieja escuela del conservadurismo francés. Su queja sobre la desaparición de la Francia eterna tiene el angustioso sabor de los panfletos de Léon Bloy. Sin embargo, los defensores más populares de la teoría del “gran reemplazo” son dos intelectuales públicos: Eric Zemmour y Alain Finkielkraut. Zemmour ha dedicado a este tema un libro de gran éxito —500.000 ejemplares vendidos en seis meses— titulado El suicidio francés (2015). Finkielkraut es autor de otro best-seller, La identidad desdichada, en el que describe la desesperación de una gran nación enfrentada a dos calamidades: el multiculturalismo y una hibridez erróneamente idealizada (el “melting pot” francés, el métissage de una Francia “Black-Blanc-Beur”, es decir, negros, blancos y magrebíes: una imagen nacional que se hizo muy popular después de la victoria de Francia en la Copa Mundial de Fútbol en 1998).

Puesto en una perspectiva histórica, el mito del “gran reemplazo” revela algunas afinidades sorprendentes con un estereotipo antisemita clásico. Este discurso no difiere mucho del nacionalismo alemán de finales del siglo XIX. En 1880, Heinrich von Treitschke, el historiador alemán más respetado, deploró la “intrusión” (Einbruch) de los judíos en la sociedad alemana, donde sacudieron las costumbres de la Kultur y actuaron, según él, como elemento corruptor. La conclusión de Treitschke fue una nota de desesperación que se convirtió en una especie de eslogan: “los judíos son nuestra desgracia” (die Juden sind unser Unglück). Este eslogan fue apropiado por el nacionalsocialismo en la década de 1930. De hecho, la “infelicidad” de Finkielkraut y Treitschke tiene las mismas raíces: un descontento similar frente a la modernización y la globalización combinado con la búsqueda de un chivo expiatorio.

En EEUU, el equivalente al “gran reemplazo” es el eslogan de Donald Trump “America first” (América primero) que, al igual que su homólogo francés, tiene una interesante genealogía analizada por Sarah Churchwell (2018). Las palabras tienen su propia historia de la que incluso sus hablantes pueden no ser conscientes. Robert O. Paxton, un distinguido historiador del fascismo, señaló que, a pesar de sus frecuentes comportamientos y valoraciones casi fascistas, es probable que Donald Trump nunca haya leído ningún libro sobre el fascismo. Sin embargo, su lema está cargado de un largo y pesado pasado. Hasta la Primera Guerra Mundial, “América primero” era el mantra del aislacionismo; evocó un espíritu de egoísmo y la convicción de que los intereses nacionales deben ser defendidos sin importar las circunstancias externas. Pero la Gran Guerra fue un punto de inflexión. Desde principios de la década de 1920, este lema tomó otro sentido, hasta condensar las pretensiones de un nuevo nativismo que, según muchos contemporáneos, expresaba los rasgos de un posible fascismo estadounidense. Impulsado por el “temor rojo” antibolchevique y el ascenso del KKK, que alcanzó en ese momento su mayor influencia, “América primero” fue reinterpretado en términos de racismo biológico. Estados Unidos debía protegerse de la inmigración masiva, una amenaza externa proveniente del sur y este de Europa que estaba modificando las bases biológicas de su civilización. Los campe- sinos italianos, polacos y balcánicos, así como los judíos orientales, estaban destruyendo el nordicismo, el pilar de la América tradicional, es decir, la América WASP, correspondiente a White Anglo-Saxon Protestant [blancos anglosajones y protestantes]. Los equivalentes estadounidenses de Chamberlain, Drumont, Barrès y Maurras fueron el eugenista Madison Grant, autor de La caída de la gran raza (1916), y La creciente marea de color contra la supremacía mundial blanca (1920) de Lothrop Stoddard. Ambos anunciaban un futuro de decadencia para una nación que, a causa de la inmigración, no podía seguir siendo una “población homogénea de sangre nórdica”. Esta gran campaña resultó en la Ley de Orígenes Nacionales de 1924, apoyada con entusiasmo por el KKK, que redujo la deseaba cumplir su “misión civilizadora” apoderándose de territorios fuera de Europa, la islamofobia poscolonial lucha contra un enemigo interior en nombre de los mismos valores. El rechazo reemplazó a la ocupación, pero sus motivaciones no cambiaron: en el pasado, la conquista apuntaba a subyugar y “civilizar”; hoy, la expulsión tiene como objetivo “proteger” la civilización. Esto explica los debates recurrentes sobre el laicismo y el velo islámico, especialmente en Francia, que llevaron a leyes islamófobas que lo prohibieron en lugares públicos. Este acuerdo consensuado sobre una concepción neocolonial y discriminatoria de la laicidad ha contribuido significativamente a la legitimación del posfascismo en la esfera pública.

Señalé el carácter neoconservador del posfascismo, pero esta tendencia está formada por muchas contradicciones y no debe interpretarse como un retorno a Joseph de Maistre. Surgido de una tradición política consolidada de democracia liberal y de un modelo antropológico de individualismo posesivo construido por sociedades de mercado, el posfascismo ha roto con el tipo ideal fascista y, en muchos casos, reivindica el legado de la Ilustración. En la era postotalitaria de los derechos humanos, esto le da respetabilidad.

El colonialismo clásico se había producido en nombre del progreso y del universalismo; esta es la tradición con la que el posfascismo intenta fusionarse. No justifica su guerra contra el Islam con los viejos y hoy ya inaceptables argumentos del racismo doctrinal, sino con la filosofía de los Derechos Humanos. Marine Le Pen —que se ha distanciado claramente de su padre en este tema— no quiere defender exclusivamente a los franceses nativos frente a los inmigrantes; ella desea defender también a las mujeres contra el oscurantismo islámico. La homofobia y la islamofobia que simpatiza con las comunidades LGBTIQ+ coexisten en esta cambiante derecha radical. En Holanda, el feminismo y los derechos de los homosexuales han sido las banderas de una violenta campaña xenófoba contra la inmigración y los musulmanes, protagonizada primero por Pim Fortuyn y luego por su sucesor Gert Wilders.

Élites

La última diferencia significativa entre el fascismo clásico y el pos- fascismo radica en la posición de las élites globales. En la década de 1930, el miedo al comunismo empujó a las élites a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado varios historiadores, estos dictadores ciertamente se beneficiaron de los muchos “errores de cálculo” cometidos por los estadistas y los partidos conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución Rusa y la depresión mundial, en medio de una República de Weimar que se derrumba, las élites económicas, militares y políticas de Alemania no habrían permitido que Hitler tomara el poder. Despreciaban a Hitler por su origen plebeyo, su fanatismo y su estilo histérico —más que por su racismo o antisemitismo—, pero lo preferían al bolchevismo y estaban dispuestos a acogerlo como un hombre providencial ante la amenaza de una nueva revolución espartaquista. Hoy, toute proportion gardée, algo similar podría ocurrir en las elecciones americanas. Las élites globales no son proteccionistas ni están interesadas en detener la inmigración, y no comparten la cultura o el estilo de Trump, pero se acomodan de todo tipo de poder, como ocurrió con Trump mismo durante cuatro años, y como ocurre ahora en Italia o en otros países de la Unión Europea gobernados por la derecha radical.

En Europa, la situación es diferente. Allí, los intereses de las élites económicas están mucho mejor representados por la Unión Europea que por la derecha radical. Este último podría convertirse en un interlocutor creíble y un líder potencial solo en el caso de un colapso del euro que llevaría al continente a una situación de caos e inestabilidad. Desafortunadamente, no podemos excluir tal posibilidad. Las élites de la Unión Europea recuerdan a los “sonámbulos” al filo de 1914, los titulares del “concierto europeo” que acudieron a la catástrofe sin enterarse de lo que estaba pasando.

Durante los años de entreguerras, las democracias liberales contemplaron el ascenso del fascismo con una actitud ambigua, mezcla de incomprensión y complacencia, cuyas principales expresiones fueron la no intervención de Francia y el Reino Unido durante la Guerra Civil Española y sus concesiones a Hitler en la Conferencia de Múnich en 1938. Una ambigüedad similar parece repetirse hoy, con muchos episodios de colusión entre la derecha radical y la derecha tradicional en varios países del sur y centro de Europa. En el Parlamento Europeo, los seguidores de Victor Orbán se alían con los de Angela Merkel, mientras en Turingia la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y Alternativa para Alemania (AfD) se aliaron contra la izquierda antes de ser desautorizados por la propia Merkel. Estos episodios confirman que el posfascismo es una constelación inestable y puede cambiar en el futuro, pero hasta ahora la derecha radical ha basado su legitimidad en su rechazo al neoliberalismo. Las élites globales son cosmopolitas; encarnan una forma de universalismo económica y culturalmente posnacional que, como señala acertadamente Wolfgang Streck, ha engendrado, por reacción, “una forma de nacionalismo antielitista desde abajo”. El posfascismo supo dar una expresión política a este temible resentimiento. Las raíces de los movimientos radicales de derecha de hoy en día son antiguas, pero su ascenso fue impulsado por la crisis económica que ha revelado dramáticamente la relación simbiótica entre las élites políticas y las élites financieras. Desde la década de 1990, es decir, desde el final de la Guerra Fría, tanto las fuerzas gubernamentales de derecha como de izquierda han adoptado el neoliberalismo como una especie de pensamiento único. Esta es la premisa principal del espectacular aumento de la extrema derecha, que finalmente ha aparecido como alternativa. Por lo tanto, temo que la defensa del establishment no sea la respuesta al posfascismo, así como las élites de la década de 1930 no pudieron detener el ascenso del fascismo. La derecha radical, se podría decir, es la respuesta antidemocrática al proceso de “deshacer la democracia” llevado a cabo por la razón neoliberal. En un famoso aforismo de 1939, Max Horkheimer escribió que “quien no quiera hablar de capitalismo debería callar también sobre el fascismo”. Hoy se podría decir: “quien no quiera hablar de neoliberalismo, debería callar también sobre el posfascismo”.

Considerando las significativas diferencias entre el fascismo histórico y sus epígonos que he venido mencionando, algunos académicos sugieren representar a estos últimos como populistas. El populismo, argumentan, es una nueva correlación de liderazgo carismático, autoritarismo político, rechazo al pluralismo, nacionalismo étnico, visiones míticas de la soberanía, xenofobia y racismo muchas veces traducidos en leyes discriminatorias. Podemos estar de acuerdo con esta definición.

En el discurso público, sin embargo, el populismo es con demasiada frecuencia una fuente de confusión y malentendidos. Hoy en día, las propias élites lo utilizan como arma como una especie de “herramienta de inmunización”. Como no hay alternativa a la razón neoliberal, todos sus críticos son automáticamente estigmatizados como populistas. De manera similar, durante la Guerra Fría se utilizó el término totalitarismo para “inmunizar” al llamado “mundo libre”: el comunismo era intercambiable con el fascismo y todos los críticos de la sociedad de mercado y la democracia liberal eran enemigos totalitarios.

Si el populismo es un dispositivo retórico que consiste en oponer las virtudes encarnadas por un “pueblo” mítico a las élites corruptas, no hay duda de que la mayoría de los movimientos de extrema derecha contemporáneos son populistas. Sin embargo, tal definición simplemente describe su estilo político, pero no logra captar su contenido. Y este contenido puede ser muy diferente. En América Latina, por ejemplo, hay una larga historia de populismo de izquierda que utilizó la demagogia y, a menudo, sobre todo en los últimos tiempos, asumió rasgos autoritarios, pero su objetivo era principalmente incluir a las clases bajas en el sistema social y político a fin de asegurarles algunos derechos fundamentales. En Europa occidental, el populismo de derecha es xenófobo, racista y reivindica políticas de exclusión. Desde el siglo XIX hemos vivido un populismo ruso y otro estadounidense, una gran variedad de populismos latinoamericanos, un populismo de derecha y otro de izquierda. Ahora bien, si populismo significa que Donald Trump es intercambiable con Bernie Sanders, Podemos con Vox, Marine Le Pen con Jean-Luc Mélenchon y Evo Morales con Jair Bolsonaro, creo que se convierte en un concepto inútil. Populismo es una palabra camaleónica: cuando el adjetivo se transforma en sustantivo, su valor heurístico cae dramáticamente. Muy a menudo, populismo es una palabra que revela el desprecio por el pueblo por parte de quienes la utilizan para descalificar a sus adversarios. Por eso creo que posfascismo es una definición más pertinente.

Conclusión

Considerar el fascismo como un concepto transhistórico no significa postular su carácter eterno ni prever su repetición. En el siglo XXI, no puede aparecer sino bajo una nueva forma y, como indiqué al comienzo de este ensayo, probablemente necesitemos nuevas palabras para describirlo. Si el fascismo es transhistórico, es ante todo porque es mucho más que un simple objeto historiográfico. Es también un ámbito de la memoria y es como tal que afecta nuestro presente y nuestro imaginario político. De nada sirve conmemorar el Holocausto si no nos ayuda a luchar contra el racismo del presente. Estudiar el fascismo sería igualmente inútil si no nos inculca la conciencia de que las democracias son conquistas frágiles, que a veces implosionan y que la historia del siglo XX es también la historia de su desintegración.

Adenda: el posfascismo de Vladimir Putin

La transición del antisemitismo a la islamofobia es sólo una de las muchas expresiones de la diversidad y los cambios del posfascismo. Esta diversidad es el contexto en el que debe insertarse el más reciente de los debates sobre la nueva derecha, el que surgió a partir de la invasión rusa a Ucrania, que llevó a muchos analistas a ver en el régimen de Vladimir Putin la forma completa del fascismo contemporáneo. Este diagnóstico se basa en numerosos elementos indiscutibles a los ojos del observador más superficial: una sociedad civil asfixiada, todas las formas de disidencia reprimidas y perseguidas, un sistema político autoritario, los medios de comunicación transformados en órganos de propaganda, el nacionalismo impuesto como ideología oficial, un líder carismático, una economía controlada por el poder (basada en la exportación de gas y petróleo, encarnada por una oligarquía que mantiene relaciones simbióticas con la élite gobernante) y, finalmente, una política expansionista que tiene profundas raíces en la historia del imperialismo ruso. Todo esto es innegable y en definitiva justifica la definición de Putin como fascista, a pesar de su lenguaje (una propaganda destinada a presentar la agresión de Ucrania como una purga ‘antinazi’). Pero al igual que los posfascismos considerados hasta ahora, el ruso también es esencialmente defensivo y conservador, muy diferente del fascismo clásico. Hitler quería conquistar Europa y hacer de la Unión Soviética el equivalente de la India británica; Mussolini quería hacer del Mediterráneo y gran parte de África Oriental el “espacio vital” italiano. El imperialismo fascista fue expansivo y fue parte de la larga tradición del colonialismo europeo. El expansionismo de la Rusia de Putin es defensivo, porque surge del intento desesperado de Rusia por preservar un estatus de gran potencia irreversiblemente cuestionado al final de la Guerra Fría. Basta echar un vistazo a las cambiantes fronteras geopolíticas de Europa para visualizar el dramático declive de la esfera de influencia rusa. Como suele pasar con los dictadores fascistas, los cálculos de Putin están equivocados y es muy probable que, al final de esta nueva guerra, los misiles de la OTAN estén estacionados no solo en Ucrania sino también en Suecia y Finlandia, a pocos kilómetros de San Petersburgo. El nuevo fascismo encarnado por Putin no amenaza con barrer Europa; más bien, lucha por sobrevivir en el mundo global. Es tan agresivo como conservador, y en este sentido participa plenamente de la corriente general que he llamado posfascismo.

 

Traducción de Raúl Rodríguez Freire

El presente ensayo tiene su origen en una conferencia titulada “Post-Fascism. Fascism as a Trans-Historical Concept”, impartida en la Universidad Cornell en febrero de 2020, en el marco del Institute for Comparative Modernities.

FuenteRevista Herramienta

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ALERTA EN UCRANIA: RUSIA PROVOCA SITUACIÓN CRÍTICA EN EL FRENTE | ZALUZH...

lunes, 22 de abril de 2024

Occidente quiere «moderación»

 

Tras meses de alimentar un genocidio en Gaza, Oriente Próximo está al borde de la guerra precisamente porque los políticos occidentales consintieron durante décadas todos los excesos militares de Israel, a quien ahora Occidente le pide “moderación”.


Occidente quiere «moderación»

 

Jonathan Cook

El Viejo Topo

22 abril, 2024 

 


De repente, los políticos occidentales, desde el presidente estadounidense Joe Biden hasta el primer ministro británico Rishi Sunak, se han convertido en ardientes defensores de la «moderación», en una lucha de última hora por evitar una conflagración regional.

Irán lanzó una salva de drones y misiles contra Israel en lo que supuso una demostración de fuerza en gran medida simbólica. Al parecer, muchos de ellos fueron derribados por los sistemas de interceptación israelíes financiados por Estados Unidos o directamente por aviones de combate estadounidenses, británicos y jordanos. No hubo muertos.
Fue el primer ataque directo de un Estado contra Israel desde que Irak disparó misiles Scud durante la guerra del Golfo de 1991.
El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió apresuradamente el domingo, y Washington y sus aliados pidieron que se rebajaran las tensiones, que podrían desembocar fácilmente en el estallido de una guerra en Oriente Próximo y más allá.
«Ni la región ni el mundo pueden permitirse más guerras», declaró en la reunión el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres. «Ahora es el momento de desactivar y desescalar».
Israel, por su parte, prometió «exigir el precio» a Irán en el momento que elija. Pero la abrupta conversión de Occidente a la «moderación» necesita algunas explicaciones.
Después de todo, los líderes occidentales no mostraron ninguna moderación cuando Israel bombardeó el consulado de Irán en Damasco hace dos semanas, matando a un general de alto rango y más de una docena de otros iraníes –la causa de la represalia de Teherán.
Según la Convención de Viena, el consulado no sólo es una misión diplomática protegida, sino que se considera territorio soberano iraní. El ataque israelí contra él fue un acto desenfrenado de agresión, el «crimen internacional supremo», como dictaminó el tribunal de Nuremberg al final de la Segunda Guerra Mundial.
Por ello, Teherán invocó el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, que le permite actuar en legítima defensa.

BLINDAR A ISRAEL

Sin embargo, en lugar de condenar la peligrosa beligerancia de Israel –un ataque flagrante al llamado «orden basado en normas» tan venerado por Estados Unidos–, los líderes occidentales se alinearon detrás del Estado cliente favorito de Washington.
En una reunión del Consejo de Seguridad celebrada el 4 de abril, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia despreciaron intencionadamente la moderación al bloquear una resolución que habría condenado el ataque de Israel al consulado iraní, una votación que, de no haber sido bloqueada, podría haber bastado para aplacar a Teherán.
El fin de semana, el ministro británico de Asuntos Exteriores, David Cameron, dio el visto bueno al ataque israelí contra la sede diplomática iraní, afirmando que podía «entender perfectamente la frustración que siente Israel», aunque añadió, sin ningún atisbo de conciencia de su propia hipocresía, que el Reino Unido «tomaría medidas muy enérgicas» si un país bombardeara un consulado británico.
Al proteger a Israel de cualquier consecuencia diplomática por su acto de guerra contra Irán, las potencias occidentales se aseguraron de que Teherán tuviera que buscar una respuesta militar.
Pero la cosa no acabó ahí. Tras avivar el sentimiento de agravio de Irán en la ONU, Biden prometió un apoyo «férreo» a Israel –y graves consecuencias para Teherán– si se atrevía a responder al ataque contra su consulado.
Irán hizo caso omiso de esas amenazas. El sábado por la noche lanzó unos 300 drones y misiles, al tiempo que protestaba a gritos por la «inacción y el silencio del Consejo de Seguridad, que no ha condenado las agresiones del régimen israelí».
Los dirigentes occidentales no tomaron nota. Volvieron a ponerse del lado de Israel y denunciaron a Teherán. En la reunión del Consejo de Seguridad del domingo, los mismos tres Estados -Estados Unidos, Reino Unido y Francia- que antes habían bloqueado una declaración de condena del ataque israelí a la misión diplomática iraní, solicitaron una condena formal de Teherán por su respuesta.
El embajador ruso ante la ONU, Vasili Nebenzya, ridiculizó lo que calificó de «desfile de hipocresía y doble rasero de Occidente». Y añadió: «Saben muy bien que un ataque a una misión diplomática es un casus belli según el derecho internacional. Y si las misiones occidentales fueran atacadas, ustedes no dudarían en tomar represalias y demostrar su caso en esta sala».
Tampoco se vio ningún tipo de moderación cuando Occidente celebró públicamente su connivencia con Israel para frustrar el ataque de Irán y, de este modo, convertirse en parte directa de esta peligrosa confrontación.
El primer ministro británico, Rishi Sunak, elogió a los pilotos de la RAF por su «valentía y profesionalidad» al ayudar a «proteger a los civiles» en Israel.
En una declaración, Keir Starmer, líder del partido laborista, supuestamente de la oposición, condenó a Irán por generar «miedo e inestabilidad», en lugar de «paz y seguridad», con el riesgo de avivar una «guerra regional más amplia». Su partido, dijo, «defenderá la seguridad de Israel».
La «moderación» que Occidente exige sólo se refiere, al parecer, a los esfuerzos de Irán por defenderse.

MORIR DE HAMBRE

Dado el nuevo reconocimiento por parte de Occidente de la necesidad de actuar con cautela y de los peligros evidentes de los excesos militares, puede que haya llegado el momento de que sus dirigentes se planteen exigir moderación de forma más general, y no sólo para evitar una nueva escalada entre Irán e Israel.
En los últimos seis meses, Israel ha bombardeado Gaza hasta convertirla en escombros, ha destruido sus instalaciones médicas y oficinas gubernamentales y ha matado y mutilado a muchas, muchas decenas de miles de palestinos. En realidad, tal es la devastación que Gaza perdió hace algún tiempo la capacidad de contar sus muertos y heridos.
Al mismo tiempo, Israel ha intensificado su bloqueo de 17 años del minúsculo enclave hasta el punto de que llegan tan pocos alimentos y agua que la población está presa de la hambruna. La gente, especialmente los niños, se muere literalmente de hambre.
El Tribunal Internacional de Justicia, el más alto tribunal del mundo, presidido por un juez estadounidense, dictaminó en enero –cuando la situación era mucho menos grave que ahora– que se había presentado un caso «plausible» de que Israel estaba cometiendo genocidio, un crimen contra la humanidad estrictamente definido en el derecho internacional.
Y, sin embargo, los líderes occidentales no han pedido «moderación» mientras Israel bombardeaba Gaza semana tras semana hasta dejarla en ruinas, atacando sus hospitales, arrasando sus oficinas gubernamentales, volando por los aires sus universidades, mezquitas e iglesias y destruyendo sus panaderías.
Por el contrario, el presidente Biden se ha apresurado repetidamente a aprobar ventas de armas de emergencia, pasando por alto al Congreso, para asegurarse de que Israel tenga suficientes bombas para seguir destruyendo Gaza y matando a sus niños.
Cuando los dirigentes israelíes prometieron tratar a la población de Gaza como «animales humanos», negándoles todo tipo de alimentos, agua y energía, los políticos occidentales dieron su visto bueno.
Sunak no estaba interesado en reclutar a sus valientes pilotos de la RAF para «proteger a los civiles» de Gaza frente a Israel, y Starmer no mostró ninguna preocupación por el «miedo y la inestabilidad» que sienten los palestinos por el reino del terror de Israel.
Más bien al contrario. Starmer, famoso como abogado de derechos humanos, incluso dio su aprobación al castigo colectivo de Israel a la población de Gaza, su «asedio total», como parte integrante de un supuesto «derecho de legítima defensa» israelí.
Al hacerlo, invalidó uno de los principios más fundamentales del derecho internacional, según el cual los civiles no deben ser objeto de ataques por las acciones de sus dirigentes. Como ahora resulta demasiado evidente, sentenció a muerte a la población de Gaza.
¿Dónde estaba entonces la «moderación»?

DESAPARECIDA EN COMBATE

Del mismo modo, la moderación se esfumó cuando Israel inventó un pretexto para erradicar la agencia de ayuda de la ONU Unrwa, el último salvavidas de la hambrienta población de Gaza.
A pesar de que Israel fue incapaz de ofrecer ninguna prueba de su afirmación de que un puñado de empleados de Unrwa estaban implicados en un ataque contra Israel el 7 de octubre, los líderes occidentales se apresuraron a cortar la financiación de la agencia. Al hacerlo, se convirtieron en cómplices activos de lo que el Tribunal Mundial ya temía que fuera un genocidio.
¿Dónde estaba la moderación cuando los funcionarios israelíes –con un largo historial de mentiras para promover la agenda militar de su Estado– inventaron historias sobre la decapitación de bebés por Hamás o sobre violaciones sistemáticas el 7 de octubre? Todo esto fue desmentido por una investigación de Al Jazeera basada en gran medida en fuentes israelíes.
Esos engaños que justificaban el genocidio fueron amplificados con demasiada facilidad por los políticos y los medios de comunicación occidentales.
Israel no mostró ninguna moderación a la hora de destruir los hospitales de Gaza o de tomar como rehenes y torturar a miles de palestinos que sacó de la calle.
Los políticos occidentales hicieron caso omiso de todo ello.
¿Dónde estaba la moderación en las capitales occidentales cuando los manifestantes salieron a las calles para pedir un alto el fuego, para detener la sangría israelí de mujeres y niños, la mayoría de los muertos de Gaza? Los manifestantes fueron calumniados –y siguen siendo calumniados– por los políticos occidentales como partidarios del terrorismo y antisemitas.
¿Y dónde estaba la exigencia de moderación cuando Israel rompió el libro de reglas sobre las leyes de la guerra, permitiendo a cualquier aspirante a hombre fuerte citar la indulgencia de Occidente con las atrocidades israelíes como precedente para justificar sus propios crímenes?
En cada ocasión, cuando favoreció los malévolos objetivos de Israel, el compromiso de Occidente con la «moderación» desapareció en combate.

ESTADO CLIENTE DE PRIMER ORDEN

Hay una razón por la que Israel ha sido tan ostentoso en su saqueo de Gaza y su pueblo. Y es la misma razón por la que Israel se sintió envalentonado para violar la inviolabilidad diplomática del consulado de Irán en Damasco.
Porque durante décadas Israel ha tenido garantizada la protección y la ayuda de Occidente, sean cuales sean los crímenes que cometa.
Los fundadores de Israel limpiaron étnicamente gran parte de Palestina en 1948, mucho más allá de los términos de partición establecidos por la ONU un año antes. En 1967 impusieron una ocupación militar en lo que quedaba de la Palestina histórica, expulsando a una parte aún mayor de la población nativa. Después impuso un régimen de apartheid en las pocas zonas donde quedaban palestinos.
En sus reservas de Cisjordania, los palestinos han sido sistemáticamente maltratados, sus casas demolidas y se han construido asentamientos judíos ilegales en sus tierras. Los lugares sagrados de los palestinos han sido rodeados y arrebatados gradualmente.
Por otra parte, Gaza lleva 17 años aislada y su población no puede circular libremente, ni trabajar, ni disfrutar de las necesidades básicas.
El reino del terror de Israel para mantener su control absoluto ha hecho que el encarcelamiento y la tortura sean un rito de iniciación para la mayoría de los hombres palestinos. Cualquier protesta es aplastada sin piedad.
Ahora Israel ha añadido la matanza masiva en Gaza –genocidio– a su larga lista de crímenes.
Los desplazamientos de palestinos a Estados vecinos provocados por las operaciones de limpieza étnica y las matanzas de Israel han desestabilizado la región en su conjunto. Y para asegurar su proyecto colonial militarizado de colonos en Oriente Próximo –y su lugar como Estado cliente de Washington en la región– Israel ha intimidado, bombardeado e invadido a sus vecinos con regularidad.
Su ataque contra el consulado iraní en Damasco fue sólo la última de las humillaciones en serie a las que se enfrentaron los Estados árabes.
Y durante todo este tiempo, Washington y sus Estados vasallos no han hecho más que llamamientos ocasionales y de boquilla a la moderación hacia Israel. Nunca ha habido consecuencias, sino recompensas de Occidente en forma de ayuda multimillonaria y un estatus comercial especial.

ALGO PRECIPITADO

Entonces, ¿por qué, tras décadas de violencia desenfrenada por parte de Israel, de repente Occidente se ha interesado tanto por la «moderación»? Porque en esta rara ocasión sirve a los intereses occidentales calmar los fuegos que Israel está tan decidido a avivar.
El ataque israelí contra el consulado de Irán se produjo justo cuando a la administración Biden se le acababan por fin las excusas para proporcionar las armas y la cobertura diplomática que han permitido a Israel masacrar, mutilar y dejar huérfanos a decenas de miles de niños palestinos en Gaza durante seis meses.
Las exigencias de un alto el fuego y un embargo de armas a Israel han llegado a un punto álgido, y Biden está perdiendo apoyo entre parte de su base demócrata, cundo se enfrenta a las elecciones presidenciales a finales de este año frente a un rival resurgente, Donald Trump.
Un pequeño número de votos podría marcar la diferencia entre la victoria y la derrota.
Israel tenía motivos de sobra para temer que su patrocinador pronto tirara la toalla ante su campaña de matanzas masivas en Gaza.
Pero tras haber destruido toda la infraestructura necesaria para mantener la vida en el enclave, Israel necesita tiempo para que se produzcan las consecuencias: o hambruna masiva allí o una reubicación de la población en otro lugar por motivos supuestamente «humanitarios».
Una guerra más amplia, centrada en Irán, distraería la atención de la desesperada situación de Gaza y obligaría a Biden a respaldar incondicionalmente a Israel, a cumplir su «férreo» compromiso con la protección de Israel.
Y para colmo, si Estados Unidos se viera arrastrado directamente a una guerra contra Irán, Washington no tendría más remedio que ayudar a Israel en su larga campaña para destruir el programa de energía nuclear iraní.
Israel quiere eliminar cualquier posibilidad de que Irán desarrolle una bomba, algo que nivelaría el campo de juego militar entre ambos de forma que Israel tendría muchas menos garantías de poder seguir actuando a su antojo en toda la región con impunidad.
Por eso, los funcionarios de Biden están expresando a los medios de comunicación estadounidenses su preocupación por que Israel esté dispuesto a «hacer algo precipitado» en un intento de arrastrar a la administración a una guerra más amplia.
La verdad es, sin embargo, que Washington cultivó hace tiempo a Israel como su monstruo Frankenstein militar. El papel de Israel consistía precisamente en proyectar el poder de EEUU de forma implacable en Oriente Medio, rico en petróleo. El precio que Washington estaba más que dispuesto a aceptar era la erradicación por Israel del pueblo palestino, sustituido por un «Estado judío» fortaleza.
Pedir ahora a Israel que ejerza la «moderación», mientras sus atrincherados grupos de presión flexionan sus músculos inmiscuyéndose en la política occidental y unos fascistas confesos gobiernan Israel, va más allá de la parodia.
Si Occidente realmente apreciara la moderación, debería haber insistido en ella a Israel hace décadas.

 

Fuente: https://jonathancook.substack.

Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador López Arnal

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