martes, 21 de febrero de 2017

Tran, tren, trin, tron Y TRUMP Y LA "GLO/DESGLOBALIZACIÓN"




LA GLOBALIZACIÓN, MÁS ALLÁ Y MÁS ACÁ DE DONALD TRUMP

Rebelión
La izquierda diario
21.02.2017

Sobre los múltiples consensos y el liberalismo “progresista”. China, Vietnam, la ruta de las top y los movimientos en reversa. Apple, Boeing y los tamberos norteamericanos. ¿Reformar la globalización?


La defunción del nonato Tratado Transatlántico, el retiro de Estados Unidos del TPP, la –por ahora– comedia de Trump con Peña Nieto por el muro y el NAFTA, las medidas xenófobas promulgadas –luego frenadas por la Justicia– y las acaloradas discusiones sobre el “impuesto fronterizo”, hablan por sí solos tanto de los límites de la “globalización” como de los obstáculos para cercenarla. Señalamos desde esta columna que el choque entre “éxitos” y desventuras de la globalización dibujaba el terreno más escabroso que tendría que transitar el novel presidente norteamericano. Y, efectivamente, si Wall Street recibió su asunción con una cálida bienvenida superando la barrera de los 20 mil puntos, la firma del decreto que suspendía temporalmente el programa para aceptar refugiados y limitaba el ingreso de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, no tuvo igual acogida. Wall Street mostró su peor caída en un año. Es que Wall Street habla y en un sentido parece estarle diciendo a Trump que se cuide con el nivel arancelario para importaciones mexicanas y chinas… Discúlpesenos la digresión pero Trump también respondió decretando el inicio del proceso de revisión de la ley Dodd Frank –una regulación financiera débil implementada en 2010 por la administración Obama- y adelantó luego que anunciaría rebajas impositivas. Las bolsas volvieron a subir…Hay ahí un diálogo sintomático e imperdible.

En cuanto al decreto xenófobo, las estrellas chispeantes de Silicon Valey pero también Goldman Sachs –origen del flamante Secretario del Tesoro-, la Ford Motors, la General Electric, la Boeing, Nike y otras “no tecnológicas”, salieron inmediatamente a repudiarlo. Incluso las que como Ford están negociando a cuenta gotas sus planes de deslocalización empresaria, le están avisando a Trump que no se meta demasiado con la globalización –o por lo menos que no se pase de la raya. A causa del decreto, el CEO de Uber tuvo que renunciar a su cargo de asesor económico del gobierno mientras el mayor impulsor de los autos eléctricos prefirió permanecer dentro del consejo –del que entre otros también forman parte los directivos de las súper “globals” innovadoras Tesla, Space X, IBM y la cadena de ventas internacionales Wal-Mart Stores- para así poder influir en la opinión de Trump, según sus palabras…Los organismos y élites “globales” políticas y económicas internacionales incluyendo desde la ONU hasta Mutter Ángela –como retrató a Merkel hace no mucho tiempo el influyente semanario alemán Der Spiegel- jugaron su carta filantrópica defendiendo a refugiados y migrantes a quienes –de más no está recordar- dejan morir por miles a diario en las aguas del Mediterráneo, segregan en campos de concentración o –en el “mejor” de los casos- usan como mano de obra barata.

El asunto es que “globalización” y baratura de la mano de obra extranjera –cuestión para la cual la inmigración representa un potente símbolo- son aspectos inescindibles y resultan “la” sustancia mediante la cual el capital reestableció su dominio tras el fin de las condiciones excepcionales de los años de posguerra. Y esta sustancia es –nada más ni nada menos- que lo que hoy está en cuestión. Donald Trump es el símbolo más cabal de un proceso que durante los últimos 8 o 9 años fue perdiendo –moderadamente, hay que remarcarlo- su dinámica económica y que en ese curso fue horadando con mayor virulencia el pilar de los mecanismos políticos que le daban sustento. Este movimiento complejo reúne en la figura de Trump gran parte de los difíciles interrogantes sobre el derrotero próximo de la economía capitalista.

Sobre glorias y paradojas

Señalamos reiteradamente desde esta columna la dualidad entre éxito y fracaso del neoliberalismo que, en lo fundamental, puede distinguirse temporalmente. Para decirlo sintéticamente: la más amplia libertad al movimiento de capitales –incluida la conquista de nuevos espacios para la acumulación- y una “libertad” restringida y opresiva al movimiento de personas, acompañada del creciente retroceso de las condiciones de existencia de las clases trabajadoras de los países centrales, constituyó la esencia de las décadas de moderado crecimiento neoliberal que siguieron a la crisis de los años ’70. Este trípode que alentó la instauración de una nueva división mundial del trabajo y se erigió en garantía de continuidad del liderazgo norteamericano tras la ruptura del “pacto social” de posguerra, no estuvo exento de la creación de elementos de nuevos “consensos”. El lugar del crédito como estímulo al consumo, máscara del estancamiento salarial y pérdida de beneficios de amplias franjas de trabajadores en los países centrales –Estados Unidos es un paradigma- fue escalando posiciones.

La ilusión de la “democratización de las finanzas” alcanzó su máximo impulso con las hipotecas subprime en los años 2000. En paralelo, la inversión de capital se fue localizando en regiones y países que adquirían la fisonomía de “talleres industriales” como el Sudeste Asiático, México, la India y luego China y Europa del Este. En el mismo proceso en el que el capital foráneo usufructuaba altos estándares de explotación de la mano de obra, incorporaba a millones –muchos de los cuales pasaban de la miseria absoluta a un ingreso miserable- al mercado de trabajo y de consumo capitalista. Al calor de la industrialización de algunas regiones periféricas particulares surgieron tanto sectores de trabajadores especializados y mejor pagos, como nuevas clases medias numerosas que -como en los casos de China o México- tuvieron roles protagónicos en el desarrollo del proceso “consumista”. En síntesis crédito y consumo –como formas derivadas de un capital ficticio creciente- resultaron las estrellas más brillantes de las últimas décadas neoliberales, a la vez que la desigualdad crecía a ritmos desconocidos desde fines del siglo XIX.

Pero no sólo de raigambre económica fueron los elementos de lo que podría llamarse un “consenso” frágil. En un interesante artículo, la intelectual feminista estadounidense, Nancy Fraser, habla de un neoliberalismo “progresista” al que define como “alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta ‘simbólica’ y sectores de servicios (Wall Street, Sylicon Valey y Hollywood).” Agrega Fraser que “En esta alianza las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aunque maldita sea la gracia lo cierto es que las primeras prestan su carisma a este último.”
Quizás lo más significativo –al menos para el asunto que estamos tratando- resulte que el antirracismo –o la antidiscriminación, da igual- le haya “prestado su carisma" a aquellos cuyas ganancias se encuentran “ontológicamente” asociadas a la superexplotación –sujeta en múltiples oportunidades a prácticas aberrantes e incluso “ilegales”- de mano de obra extranjera tanto migrante como en su lugar de origen. Hoy las multinacionales cognitivas –y las que no lo son no tanto- están embanderando ese “carisma” para defender las bases de una producción “globalizada”, el secreto de su ascenso.

El desencanto

El asunto es que el armado de aquellos múltiples consensos neoliberales sufrió un shock tras la caída de Lehman y comenzó a hacer agua al calor de las débiles condiciones de recuperación que le siguieron. Como explicamos en diversas oportunidades no existió “tierra arrasada” durante el pos 2008 –cuestión que en parte se debió la puesta en escena de una relativa coordinación interestatal. La recuperación económica resultó lo suficientemente “sólida” como para aventar el fantasma de los años ’30 pero lo suficientemente débil –y este es el núcleo del “estancamiento secular”- como para demoler los frágiles consensos internos conquistados hasta entonces. En el curso de esos años la carroza se fue transformando en calabaza… el hechizo del crédito estaba roto y amplios sectores de las clases trabajadoras –fundamentalmente de los países centrales- empezaron a sentir el peso de las conquistas perdidas en décadas previas –incluyendo entre ellas, empleos de buena calidad.

Y ¿qué hay del “neoliberalismo progresista”? Dice bien Fraser que “la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista.” Y se explica: “Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los ‘Nuevos Demócratas’ (…) en vez de la coalición del New Deal entre nuevos obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud.” Y agrega que “Durante todos los años en los que se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera el país estaba animado y entretenido por una faramalla de ‘diversidad’, ‘empoderamiento’ y ‘no discriminación”. Y resulta que fue “Fue esa amalgama la que desecharon in toto los votantes de Trump (…) Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista que se acostumbró a considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella.”

Cabe agregar –otra vez- que aquella amalgama “liberal progresista antidiscriminatoria” constituyó la base de una potente operación ideológica destinada a ocultar la discriminación de los trabajadores chinos o mexicanos cuyos salarios resultan, para el último caso, entre 6 y 10 veces menoresque aquellos de sus pares norteamericanos. Trabajadores estos últimos que por supuesto y a la vez, también fueron “discriminados” con la pérdida de sus empleos, viéndose sometidos luego a múltiples formas de precarización. Pero al producirse esa especie de movimiento en reversa en el que tienden a desarmarse múltiples consensos, las cosas aparecen invertidas de resultas que un lado de las víctimas –la mano de obra barata- emerge como victimaria, como quienes “robaron” el trabajo a los “locales” que integran, por supuesto, la otra parte de las víctimas. Y en ese perverso juego de cambio de roles –que tuvo una contraparte poderosa en el voto a Bernie Sanders y en sectores de los electores de Trump que al parecer se oponen a las políticas antiinmigrantes- las empresas “globales” especializadas en explotación de mano de obra extranjera, asoman como los “progres”, defensores/salvadores de quienes son en realidad sus víctimas directas.

China y Vietnam: consensos en “deconstrucción”

Si bien el fenómeno de desencanto y repudio a las élites políticas y económicas está localizado primordialmente en los países centrales, hay quienes están hablando de elementos de un proceso similar en China, una suerte de “The end of the chinese dream” –con todas las limitaciones que se le deben reconocer al “chinese dream”. Contrariamente a lo sucedido en Estados Unidos y en el “centro”, durante los últimos años y por esas cuestiones de la “demanda”, los miserables salarios chinos devinieron bastante menos miserables. El asunto bastó para que comenzaran las deslocalizaciones…hacia Vietnam –donde el salario básico oscila entre los 150 y 200 dólares mensuales contra un promedio de 650 en China (ver Le Monde diplomatique, febrero 2017)-, Bangladesh, Birmania e incluso…México. Nike, Adidas, Puma, Lacoste, Foster, Samsung, Foxconn, Apple, Cannon, son algunas de las empresas filantrópicas que se están retirando de China hacia localizaciones más “económicas” (Idem).

Mientras el desarrollo tecnológico avanza en China, parece estar adquiriendo cierto peso un sector de trabajadores cuya fuerza de trabajo no resulta lo suficientemente barata ni posee los perfiles tecnológicos requeridos. Cuestión que a su vez se encuentra íntimamente relacionada al hecho de que China no puede continuar sosteniendo –también debido a la debilidad de la recuperación mundial- el modelo exportador que construyó el consenso chino-americano de las últimas décadas. Un consenso que –vale aclarar- se sostuvo sobre sus pies en los años pos Lehman y empezó a exteriorizar debilidades a partir del año 2014. Para seguir pensando derivaciones de la “deconstrucción” de los consensos, los límites al modelo exportador chino y su tortuosa –y necesaria- lucha por convertirse en algo más que la segunda economía mundial, están transformando al gigante asiático de un soporte para el modelo anglosajón en una amenaza potencial.

Hay ahí una suerte de diálogo profundo entre la economía y la política, al que venimos haciendo referencia hace ya tiempo. Si Donald Trump –por solo hablar del más shockeante de los fenómenos recientes- es el resultado de las características económicas particulares de la recuperación posterior a la crisis de 2008, la defunción del Tratado Transpacífico es una consecuencia -previsiblemente- derivada del ascenso de Trump.

Y el fin del Tratado Transpacífico, entre otras cuestiones de alto calibre como las aún inciertas consecuencias geopolíticas y económicas sobre la relación chino-norteamericana, le está cortando el aliento a países que, como Vietnam, se imaginaban como el “segundo taller del mundo” (ver Le Monde…) tras el encarecimiento de la mano de obra china y el cerco económico que se le dibujaba al gigante asiático si se concretaba el tratado. Es decir que la pretensión de eventuales “nuevos consensos” internos y externos, parecería estar quedando relegada al mundo de la ilusión.

Comienzan a ponerse en juego variados factores que como mínimo delinean una tendencia hacia la ruptura de los múltiples consensos construidos durante las últimas décadas, algunos de ellos prorrogados con bastante habilidad –como el chino-norteamericano- o forjados –como los elementos de coordinación interestatal- en el escenario pos Lehman.

Ser o no ser global…

Si Trump tiene el objeto de mostrarse a sí mismo como el representante del más radical de todos los cambios, lo cierto es que enfrenta la ímproba tarea de intentar conformar a sus electores –a quienes prometió el oro y el moro…- sin atacar demasiado las bases de la internacionalización del capital. Justamente una de las contradicciones actuales más flagrantes –venimos insistiendo sobre este asunto- es aquella que muestra que no es la catástrofe económica sino las derivaciones políticas de una crisis potencialmente catastrófica, el fenómeno que está colocando en el centro al “nacionalismo” y al –por ahora- discurso proteccionista.

Pero el tipo de “protección” al que pueden aspirar en las condiciones actuales las grandes empresas de origen norteamericano es naturalmente muy distinto al que pueden ansiar los hombres y mujeres -trabajadores comunes- para los cuales el “sueño americano” se está transformando en pesadilla. Aunque dicho un poco esquemáticamente, si la “protección” que persiguen los primeros tiene básicamente la forma de los mal llamados “Tratados de libre comercio” –una práctica habitual de las últimas décadas asentada en pactos sobre los derechos internacionales de los inversores-, la que buscan los segundos está asociada a una –difícilmente imaginable- reindustrialización de Estados Unidos. Un tercer sector -parte fundamental de los electores de Trump- lo integra la pequeña y mediana empresa naturalmente interesada en exenciones impositivas y un crecimiento del consumo interno, aunque a la vez estrechamente dependiente –en múltiples oportunidades, al menos- del trabajo súper barato de los inmigrantes ilegales.

Pero cuando Trump envía señales del carácter pretendidamente “real” de su discurso, sugiriendo que frenará la inmigración e impondrá fuertemente las importaciones, “amigos” y enemigos le saltan a la yugular. Por solo dar dos ejemplos, el iPod de Apple viene con un sello que dice “Hecho en China, diseñado en California” y la propia Boeing –la mayor empresa exportadora de bienes manufacturados de Estados Unidos- produce una porción significativa de las piezas de avión en Méxicodesde donde además importa –entre otros productos- cocinas para los aviones, sistemas de cableado, aires acondicionados, timbres y mantas de aislamiento. Pero no sólo las “top” estarían en problemas, sino también los empresarios tamberos…Las deportaciones podrían provocar la desaparición de más de7000 tambos que no tendrían quién les trabaje… Más allá de negociaciones parciales -como en el caso de Carrier, Ford o Boeing, entre otros- Trump no puede modificar cualitativamente una estructura de cadenas de valor diseñada para aprovechar múltiples ventajas en diversos rincones del planeta y construida con tanto “esmero” durante los últimos cuarenta años. Estructura que –de más no está repetir- constituyó la esencia de la salvación del capital posterior a la crisis del ’70. Es difícil imaginar cuál podría ser la nueva “gran empresa” capitalista que sustituya el armado neoliberal.

En el terreno que podríamos llamar “financiero” vale dejar planteado como interrogante –aunque no vamos a desarrollar el asunto aquí- si la previsible liquidación de la ley Dodd Frank y la resurrección de los proyectos de construcción de los polémicos oleoductos de Keystone XL y Dokota Access, implican una apuesta de Trump al armado de alguna nueva burbuja petrolera. Cuestión que empero nacería rodeada de múltiples contradicciones como la muy probable revaluación del dólar que –sin ser el único factor que lo determina- repercutirá negativamente sobre el precio de las materias primas incluido, por supuesto, el petróleo.

Con toda la incertidumbre que sigue sobrevolando la escena, lo cierto es que las políticas de Trump apuntarán como mínimo a una “reforma” de la globalización, asunto que –amén de las formas políticas, es claro- tiene elementos de contacto con las sugerencias de distintos liberales “aterrados” o neokeynesianos pro global, como Paul Krugman. El problema es que la idea de “reformar la globalización” con medidas proteccionistas –aunque sean débiles- tiene aroma a contrasentido y es muy probable que en su intento derrame crisis de todo tipo. En el plano interno, profundizando grietas en las alturas que tenderán a combinarse con la crisis de consenso latente. En el plano internacional, incrementando las fricciones –cuestión que ya es evidente- y tal como observamos desde esta misma columna, estableciendo un límite estricto a la “coordinación interestatal” que cumplió un rol tan destacado en la contención de la crisis durante los últimos años.


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100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA (1/23)

León Trotsky

Tomo I

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Capitulo I



marxists.org


Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

El rasgo fundamental y más constante de la historia de Rusia es el carácter rezagado de su desarrollo, con el atraso económico, el primitivismo de las formas sociales y el bajo nivel de cultura que son su obligada consecuencia.


La población de aquellas estepas gigantescas, abiertas a los vientos inclementes del Oriente y a los invasores asiáticos, nació condenada por la naturaleza misma a un gran rezagamiento. La lucha con los pueblos nómadas se prolonga hasta fines del siglo XVII. La lucha con los vientos que arrastran en invierno los hielos y en verano la sequía aún se sigue librando hoy en día. La agricultura -base de todo el desarrollo del país- progresaba de un modo extensivo: en el norte eran talados y quemados los bosques, en el sur se roturaban las estepas vírgenes; Rusia fue tomando posesión de la naturaleza no en profundidad, sino en extensión.

Mientras que los pueblos bárbaros de Occidente se instalaban sobre las ruinas de la cultura romana, muchas de cuyas viejas piedras pudieron utilizar como material de construcción, los eslavos de Oriente se encontraron en aquellas inhóspitas latitudes de la estepa huérfanos de toda herencia: su antecesores vivían en un nivel todavía más bajo que el suyo. Los pueblos de la Europa occidental, encerrados en seguida dentro de sus fronteras naturales, crearon los núcleos económicos y de cultura de las sociedades industriales. La población de la llanura oriental, tan pronto vio asomar los primeros signos de penuria, penetró en los bosques o se fue a las estepas. En Occidente, los elementos más emprendedores y de mayor iniciativa de la población campesina vinieron a la ciudad, se convirtieron en artesanos, en comerciantes. Algunos de los elementos activos y audaces de Oriente se dedicaron también al comercio, pero la mayoría se convirtieron en cosacos, en colonizadores.

El proceso de diferenciación social tan intensivo en Occidente, en Oriente veíase contenido y esfumado por el proceso de expansión. «El zar de los moscovitas, aunque cristiano, reina sobre gente de inteligencia perezosa», escribía Vico, contemporáneo de Pedro I. Aquella «inteligencia perezosa» de los moscovitas reflejaba la lentitud del ritmo económico, la vaguedad informe de las relaciones de clase, la indigencia de la historia interior.

Las antiguas civilizaciones de Egipto, India y la China tenían características propias que se bastaban a sí mismas y disponían de tiempo suficiente para llevar sus relaciones sociales, a pesar del bajo nivel de sus fuerzas productivas, casi hasta esa misma minuciosa perfección que daban a sus productos los artesanos de dichos países. Rusia hallábase enclavada entre Europa y Asia, no sólo geográficamente, sino también desde un punto de vista social e histórico. Se diferenciaba en la Europa occidental, sin confundirse tampoco con el Oriente asiático, aunque se acercase a uno u otro continente en los distintos momentos de su historia, en uno u otro respecto. El Oriente aportó el yugo tártaro, elemento importantísimo en la formación y estructura del Estado ruso. El Occidente era un enemigo mucho más temible; pero al mismo tiempo un maestro. Rusia no podía asimilarse a las formas de Oriente, compelida como se hallaba a plegarse constantemente a la presión económica y militar de Occidente.

La existencia en Rusia de un régimen feudal, negada por los historiadores tradicionales, puede considerarse hoy indiscutiblemente demostrada por las modernas investigaciones. Es más: los elementos fundamentales del feudalismo ruso eran los mismos que los de Occidente. Pero el solo hecho de que la existencia en Rusia de una época feudal haya tenido que demostrarse mediante largas polémicas científicas, es ya claro indicio del carácter imperfecto del feudalismo ruso, de sus formas indefinidas, de la pobreza de sus monumentos culturales.


Los países atrasados se asimilan las conquistas materiales e ideológicas de las naciones avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas servilmente, reproduciendo todas las etapas de su pasado. La teoría de la reiteración de los ciclos históricos -procedente de Vico y sus secuaces- se apoya en la observación de los ciclos de las viejas culturas precapitalistas y, en parte también, en las primeras experiencias del capitalismo. El carácter provincial y episódico de todo el proceso hacia que, efectivamente, se repitiesen hasta cierto punto las distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos. Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la universalidad y permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas en las distintas naciones. Obligado a seguir a los países avanzados, el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de las etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente rezagados -que lo es realmente- está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilárselas antes del plazo previsto, saltando por alto toda una serie de etapas intermedias. Los salvajes pasan de la flecha al fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa en el pasado esas dos armas. Los colonizadores europeos de América no tuvieron necesidad de volver a empezar la historia por el principio. Si Alemania o los Estados Unidos pudieron dejar atrás económicamente a Inglaterra fue, precisamente, porque ambos países venían rezagados en la marcha del capitalismo. Y la anarquía conservadora que hoy reina en la industria hullera británica y en la mentalidad de MacDonald y de sus amigos es la venganza por ese pasado en que Inglaterra se demoró más tiempo del debido empuñando el cetro de la hegemonía capitalista. El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace, forzosamente, que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, embrollado, mixto.

Claro está que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca absoluta; hállase siempre condicionada en última instancia por la capacidad de asimilación económica y cultural del país. Además, los países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada- determinaron el robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el desarrollo del país.


Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distinta etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la integridad de su contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera que sea su grado.

Bajo la presión de Europa, más rica, el Estado ruso absorbía una parte proporcional mucho mayor de la riqueza nacional que los Estados occidentales, con lo cual no sólo condenaba a las masas del pueblo a una doble miseria, sino que atentaba también contra las bases de las clases pudientes. Pero, al propio tiempo, necesitado del apoyo de estas últimas, forzaba y reglamentaba su formación. Resultado de esto era que las clases privilegiadas, que se habían ido burocratizando, no pudiesen llegar a desarrollarse nunca en toda su pujanza, razón por la cual el Estado iba acercándose cada vez más al despotismo asiático.

La autocracia bizantina, adoptada oficialmente por los zares moscovitas desde principios del siglo XVI, domeñó a los boyardos feudales con ayuda de la nobleza y sometió a ésta a su voluntad, entregándole los campesinos como siervos para erigirse sobre estas bases en el absolutismo imperial petersburgués. Para comprender el retraso con que se desarrolla este proceso histórico, baste decir que la servidumbre de la gleba, que surge en el transcurso del siglo XVI, se perfecciona en el XVII y florece en el XVIII, para no abolirse jurídicamente hasta 1861.

El clero desempeña, después de la nobleza, un papel bastante importante, pero completamente mediatizado, en el proceso de formación de la autocracia zarista. La Iglesia no se remonta nunca en Rusia a las alturas del poder que llega a ocupar en el Occidente católico, y se contenta con llenar las funciones de servidora espiritual cerca de la autocracia, apuntándose esto como un mérito de su datarios del brazo secular. Los patriarcas cambiaban al cambiar los zares. En el período petersburgués, la sujeción de la Iglesia al Estado hízose todavía más servil. Los doscientos mil curas y frailes integraban en el fondo la burocracia del país, eran una especie de cuerpo policiaco de la fe: en justa reciprocidad, la policía secular amparaba el monopolio del clero ortodoxo en materia de fe y protegía sus tierras y sus rentas.

La eslavofilia, este mesianismo del atraso, razonaba su filosofía diciendo que el pueblo ruso y su Iglesia eran fundamentalmente democráticos, en tanto que la Rusia oficial no era otra cosa que la burocracia alemana implantada por Pedro el Grande. Marx observaba, a este propósito: «Exactamente lo mismo que los asnos teutónicos desplazaron el despotismo de Federico II, etc., a los franceses, como si los esclavos atrasados no necesitaran siempre de esclavos civilizados para amaestrarlos». Esta breve observación refleja perfectamente no sólo la vieja filosofía de los eslavófilos, sino también el evangelio moderno de los «racistas».
La incidencia del feudalismo ruso y de toda la historia rusa antigua cobraba su más triste expresión en la ausencia de auténticas ciudades medievales como centros de artesanía, de comercio. En Rusia el artesanado no tuvo tiempo de desglosarse por entero de la agricultura y conservó siempre el carácter del trabajo a domicilio. Las viejas ciudades rusas eran centros comerciales, administrativos, militares y de la nobleza; centros, por consiguiente, consumidores y no productores. La misma ciudad de Novgorod, tan cercana a la Hansa y que no llegó a conocer el yugo tártaro, era una ciudad comercial sin industria. Cierto es que la dispersión de los oficios campesinos, repartidos por las distintas comarcas, creaba la necesidad de una red comercial extensa. Pero los mercaderes nómadas no podían ocupar, en modo alguno, el puesto que en Occidente ocupaba la pequeña y media burguesía de los gremios de artesanos en el comercio y la industria, indisolublemente unida a su periferia campesina. Además, las principales vías de comunicación del comercio ruso conducían al extranjero, asegurando así al capital extranjero, desde los tiempos más remotos, el puesto directivo y dando un carácter semicolonial a todas las operaciones, en que el comerciante ruso quedaba reducido al papel de intermediario entre las ciudades occidentales y la aldea rusa. Este género de relaciones económicas experimentó un cierto avance en la época del capitalismo ruso y tuvo su apogeo y suprema expresión en la guerra imperialista.

La insignificancia de las ciudades rusas, que es lo que más contribuyó a formar en Rusia el tipo de Estado asiático, excluía, en particular, la posibilidad de un movimiento de Reforma encaminada a sustituir la Iglesia ortodoxa burocrático-feudal por una variante cualquiera moderna del cristianismo adaptada a las necesidades de la sociedad burguesa. La lucha contra la Iglesia del Estado no trascendía de los estrechos límites de las sectas campesinas, sin excluir la más poderosa de todas, el cisma de los «creyentes viejos».


Quince años antes de que estallase la gran Revolución francesa se desencadenó en Rusia el movimiento de los cosacos, labriegos y obreros serviles de los montes Urales, acaudillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a aquella furiosa insurrección popular para convertirse en verdadera revolución? Le faltó el tercer estado. Sin la democracia industrial de las ciudades, era imposible que la guerra campesina se transformase en revolución, del mismo modo que las sectas aldeanas no podían llevar a cabo una Reforma. Lejos de provocar una revolución, el alzamiento de Pugachev sirvió para consolidar el absolutismo burocrático como servidor fiel de los intereses de la nobleza, y volvió a demostrar su eficacia en una hora difícil.

La europeización del país, que comenzó formalmente bajo Pedro el Grande, fue convirtiéndose cada vez más, en el transcurso del siglo siguiente, en una necesidad de la propia clase gobernante, es decir, de la nobleza. En 1825, la intelectualidad aristocrática, dando expresión política a esta necesidad, se lanzó a una conspiración militar, con el fin de poner freno a la autocracia. Presionada por el desarrollo de la burguesía europea, la nobleza avanzada intentaba, de este modo, suplir la ausencia del tercer estado. Pero no se resignaba, a pesar de todo, a renunciar a sus privilegios de casta; aspiraba a combinarlos con el régimen liberal por el que luchaba; por eso, lo que más temía era que se levantaran los campesinos. No tiene nada de extraño que aquella conspiración no pasara de ser la hazaña de unos cuantos oficiales brillantes, pero aislados, que sucumbieron casi sin lucha. Ese sentido tuvo la sublevación de los «decembristas».(1)

Los terratenientes que poseían fábricas fueron los primeros de su estamento que se iniciaron hacia la sustitución del trabajo servil por el trabajo libre. Otro de los factores que impulsaban esta medida era la exportación, cada día mayor, de cereales rusos al extranjero. En 1861, la burocracia noble, apoyándose en los terratenientes liberales, implanta la reforma campesina. El impotente liberalismo burgués, reducido a su papel de comparsa, no tuvo más remedio que contemplar el cambio pasivamente. No hace falta decir que el zarismo resolvió el problema fundamental de Rusia, esto es, la cuestión agraria, de un modo todavía más mezquino y rapaz de como la monarquía prusiana había de resolver, a la vuelta de pocos años, el problema capital de Alemania: su unidad nacional. La solución de los problemas que incumben a una clase por obra de otra es una de las combinaciones a que aludíamos, propias de los países atrasados.

Pero donde se revela de un modo más indiscutible la ley del desarrollo combinado es en la historia y el carácter de la industria rusa. Nacida tarde, no repite la evolución de los países avanzados, sino que se incorpora a éstos, adaptando a su atraso propio las conquistas más modernas. Si la evolución económica general de Rusia saltó sobre los períodos del artesanado gremial y de la manufactura, algunas ramas de su industria pasaron por alto toda una serie de etapas técnico-industriales que en Occidente llenaron varias décadas. Gracias a esto, la industria rusa pudo desarrollarse en algunos momentos con una rapidez extraordinaria. Entre la revolución de 1905 y la guerra, Rusia dobló, aproximadamente, su producción industrial. A algunos historiadores rusos esto les parece una razón bastante concluyente para deducir que «hay que abandonar la leyenda del atraso y del progreso lento». En rigor la posibilidad de un tan rápido progreso hallábase condicionada precisamente por el atraso del país, que no sólo persiste hasta el momento de la liquidación de la vieja Rusia, sino que aún perdura como herencia de ese pasado hasta el día de hoy.

El termómetro fundamental para medir el nivel económico de una nación es el rendimiento del trabajo, que, a su vez, depende del peso específico de la industria en la economía general del país. En vísperas de la guerra, cuando la Rusia zarista había alcanzado el punto culminante de su bienestar, la parte alícuota de riqueza nacional que correspondía a cada habitante era ocho o diez veces inferior a la de los Estados Unidos, lo cual no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que las cuatro quintas partes de la población obrera de Rusia se concentraban en la agricultura, mientras que en los Estados Unidos, por cada persona ocupada en las labores agrícolas había 2,5 obreros industriales. Añádase a esto que en vísperas de la guerra Rusia tenía 0,4 kilómetros de líneas férreas por cada 100 kilómetros cuadrados, mientras que en Alemania la proporción era de 1,7 y de 7 en Autria-Hungría, y por el estilo, todos los demás coeficientes comparativos que pudiéramos mencionar.

Como ya hemos dicho, es precisamente en el campo de la economía donde se manifiesta con su máximo relieve la ley del desarrollo combinado. Y así, mientras que hasta el momento mismo de estallar la revolución, la agricultura se mantenía, con pequeñas excepciones, casi en el mismo nivel del siglo XVII, l la industria, en lo que a su técnica y a su estructura capitalista se refería, estaba al nivel de los países más avanzados, y, en algunos respectos, los sobrepasaba. En el año 1914 las pequeñas industrias con menos de cien obreros representaban en los Estados Unidos un 35 por 100 del censo total de obreros industriales, mientras que en Rusia este porcentaje era tan sólo de 17,8. La mediana y la gran industria, con una nómina de 100 a 1.000 obreros, representaban un peso específico aproximadamente igual; los centros fabriles gigantescos que daban empleo a más de mil obreros cada uno y que en los Estados Unidos sumaban el 17,8 por 100 del censo total de la población obrera, en Rusia representaban el 41,4 por 100. En las regiones industriales más importantes este porcentaje era todavía más elevado: en la zona de Petrogrado era de 44,4 por 100; en la de Moscú, de 57,3 por 100. A idénticos resultados llegamos comparando la industria rusa con la inglesa o alemana. Este hecho, que nosotros fuimos los primeros en registrar en el año 1908, se aviene mal con la idea que vulgarmente se tiene del atraso económico de Rusia. Y, sin embargo, no excluye este atraso, sino que lo complementa dialécticamente.

También la fusión del capital industrial con el bancario se efectuó en Rusia en proporciones que tal vez no haya conocido ningún otro país. Pero la mediatización de la industria por los Bancos equivalía a su mediatización por el mercado financiero de la Europa occidental. La industria pesada (metal, carbón, petróleo) se hallaba sometida casi por entero al control del capital financiero internacional , que se había creado una red auxiliar y mediadora de Bancos en Rusia. La industria ligera siguió las mismas huellas. En términos generales, cerca del 40 por 100 del capital acciones invertido en Rusia pertenecía a extranjeros, y la proporción era considerablemente mayor en las ramas principales de la industria. Sin exageración, puede decirse que los paquetes de acciones que controlaban los principales bancos, empresas y fábricas de Rusia estaban en manos de extranjeros, debiendo advertirse que la participación de los capitales de Inglaterra, Francia y Bélgica representaba casi el doble de la de Alemania.

Las condiciones originarias de la industria rusa y de su estructura informan el carácter social de la burguesía de Rusia y su fisonomía política. La intensa concentración industrial suponía, ya de suyo, que entre las altas esferas capitalistas y las masas del pueblo no hubiese sito para una jerarquía de capas intermedias. Añádase a esto que los propietarios de las más importantes empresas industriales, bancarias y de transportes eran extranjeros que cotizaban los beneficios obtenidos en Rusia y su influencia política en los parlamentos extranjeros, razón por la cual no sólo no les interesaba fomentar la lucha por el parlamentarismo ruso, sino que muchas veces le hacían frente: bate recordar el vergonzoso papel que desempeñaba en Rusia la Francia oficial. Tales eran las causas elementales e insuperables del aislamiento político y del odio al pueblo de la burguesía rusa. Y si ésta, en los albores de su historia, no había alcanzado el grado necesario de madurez para acometer la reforma del Estado, cuando las circunstancias le depararon la ocasión de ponerse al frente de la revolución demostró que llegaba ya tarde.

En consonancia con el desarrollo general del país, la base sobre la que se formó la clase obrera rusa no fue el artesanado gremial, sino la agricultura; no fue la ciudad, sino el campo. Además, el proletariado de Rusia no fue formándose paulatinamente a lo largo de los siglos, arrastrando tras sí el peso del pasado, como en Inglaterra, sino a saltos, por una transformación súbita de las condiciones de vida, de las relaciones sociales, rompiendo bruscamente con el ayer. Esto fue, precisamente, lo que, unido al yugo concentrado el zarismo, hizo que los obreros rusos se asimilaran las conclusiones más avanzadas del pensamiento revolucionario, del mismo modo que la industria rusa, llegada al mundo con retraso, se asimiló las últimas conquistas de la organización capitalista.

El proletariado ruso tornaba a producir, una y otra vez, la breve historia de sus orígenes. Al tiempo que en la industria metalúrgica, sobre todo en Petersburgo, cristalizaba y surgía una categoría de proletarios depurados que habían roto completamente con la aldea, en los Urales seguía predominando el tipo obrero de semiproletario, semicampesino. La afluencia de nuevas hornadas de mano de obra del campo a las regiones industriales renovaba todos los años los lazos que unían al proletariado con su cantera social.


La incapacidad de acción política de la burguesía se hallaba directamente informado por el carácter de sus relaciones con el proletariado y la clase campesina. La burguesía no podía arrastrar consigo a los obreros a quienes la vida de todos los días enfrentaba con ella y que, además, aprendieron en seguida a generalizar sus problemas. Y la misma incapacidad demostraba para atraerse a los campesinos, atada como estaba a los terratenientes por una red de intereses comunes y temerosa de que el régimen de propiedad, en cualquiera de sus formas, se viniese a tierra. El retraso de la revolución rusa no era tan sólo, como se ve, un problema de cronología, sino que afectaba también a la estructura social del país.

Inglaterra hizo su revolución puritana en una época en que su población total no pasaba de los cinco millones y medio de habitantes, de los cuales medio millón correspondía a Londres. En la época de la Revolución francesa París no contaba tampoco con más de medio millón de almas de los veinticinco que formaban el censo total del país. A principios del siglo XX Rusia tenía cerca de ciento cincuenta millones de habitantes, más de tres millones de los cuales se concentraban en Petrogrado y Moscú. Detrás de estas cifras comparativas laten grandes diferencias sociales. La Inglaterra del siglo XVII, como la Francia del siglo XVIII, no conocían aún el proletariado moderno. En cambio, en Rusia la clase obrera contaba, en 1905, incluyendo la ciudad y el campo, no menos de diez millones de almas, que, con sus familias, venían a representar más de veinticinco millones de almas, cifra que superaba la de la población total de Francia en la época de la Gran Revolución. Desde los artesanos acomodados y los campesinos independientes que formaban en el ejército de Cromwell hasta los proletarios industriales de Petersburgo, pasando por los sansculottes de París, la revolución hubo de modificar profundamente su mecánica social, sus métodos, y con éstos también, naturalmente, sus fines.

Los acontecimientos de 1905 fueron el prologo de las dos revoluciones de 1917: la de Febrero y la de Octubre. El prólogo contenía ya todos los elementos del drama, aunque éstos no se desarrollasen hasta el fin. La guerra ruso-japonesa hizo tambalearse al zarismo. La burguesía liberal se valió del movimiento de las masas para infundir un poco de miedo desde la oposición a la monarquía. Pero los obreros se emanciparon de la burguesía, organizándose aparte de ella y frente a ella en los soviets, creados entonces por vez primera. Los campesinos s levantaron, al grito de «¡tierra!», en toda la gigantesca extensión del país. Los elementos revolucionarios del ejército sentíanse atraídos, tanto como los campesinos, por los soviets, que, en el momento álgido de la revolución, disputaron abiertamente el poder a la monarquía. Fue entonces cuando actuaron pro primera vez en la historia de Rusia todas las fuerzas revolucionarias: carecían de experiencia y les faltaba la confianza en sí mismas. Los liberales retrocedieron ostentosamente ante la revolución en el preciso momento en que se demostraba que no bastaba con hostilizar al zarismo, sino que era preciso derribarlo. La brusca ruptura de la burguesía con el pueblo, que hizo que ya entonces se desprendiese de aquélla una parte considerable de la intelectualidad democrática, facilitó a la monarquía la obra de selección dentro del ejército, le permitió seleccionar las fuerzas fieles al régimen y organizar una sangrienta represión contra los obreros y campesinos. Y, aunque con algunas costillas rotas, el zarismo salió vivo y relativamente fuerte de la prueba de 1905.

¿Qué alteraciones introdujo en el panorama de las fuerzas sociales el desarrollo histórico que llena los once años que median entre el prólogo y el drama? Durante este período se acentúa todavía más la contradicción entre el zarismo y las exigencias de la historia. La burguesía se fortificó económicamente, pero ya hemos visto que su fuerza se basaba en la intensa concentración de la industria y en la importancia creciente del capital extranjero. Adoctrinada por las enseñanzas de 1905, la burguesía se hizo aún más conservadora y suspicaz. El peso específico dentro del país de la pequeña burguesía y de la clase media, que ya antes era insignificante, disminuyó más aún. La intelectualidad democrática no disponía del menor punto consistente de apoyo social. Podía gozar de una influencia política transitoria, pero nunca desempeñar un papel propio: hallábase cada vez más mediatizada por el liberalismo burgués. En estas condiciones no había más que un partido que pudiera brindar un programa, una bandera y una dirección a los campesinos: el proletariado. La misión grandiosa que le estaba reservada engendró la necesidad inaplazable de crear una organización revolucionaria propia, capaz de reclutar a las masas del pueblo y ponerlas al servicio de la revolución, bajo la iniciativa de los obreros. Así fue como los soviets de 1905 tomaron en 1917 un gigantesco desarrollo. Que los soviets -dicho sea de paso- no son, sencillamente, producto del atraso histórico de Rusia, sino fruto de la ley del desarrollo social combinado, lo demuestra por sí solo el hecho de que el proletariado del país más industrial del mundo, Alemania, no hallase durante la marejada revolucionaria de 1918-1919 más forma de organización que los soviets.

La Revolución de 1917 perseguía como fin inmediato el derrumbamiento de la monarquía burocrática. Pero, a diferencia de las revoluciones burguesas tradicionales, daba entrada en la acción, en calidad de fuerza decisiva, a una nueva clase, hija de los grandes centros industriales y equipada con una nueva organización y nuevos métodos de lucha. La ley del desarrollo social combinado se nos presenta aquí en su expresión última: la revolución, que comienza derrumbando toda la podredumbre medieval, a la vuelta de pocos meses lleva al poder al proletariado acaudillado por el partido comunista.

El punto de partida de la revolución rusa fue la revolución democrática. Pero planteó en términos nuevos el problema de la democracia política. Mientras los obreros llenaban el país de soviets, dando entrada en ellos a los soldados y, en algunos sitios, a los campesinos, la burguesía seguía entreteniéndose en discutir si debía o no convocarse la Asamblea constituyente. Conforme vayamos exponiendo los acontecimientos, veremos dibujarse esta cuestión de un modo perfectamente concreto. Por ahora queremos limitarnos a señalar el puesto que corresponde a los soviets en la concatenación histórica de las ideas y las formas revolucionarias.

La revolución burguesa de Inglaterra, planteada a mediados del siglo XVIII, se desarrolló bajo el manto de la Reforma religiosa. El súbdito inglés, luchando por su derecho a rezar con el devocionario que mejor le pareciese, luchaba contra el rey, contra la aristocracia, contra los príncipes de la Iglesia y contra Roma. Los presbiterianos y los puritanos de Inglaterra estaban profundamente convencidos de que colocaban sus intereses terrenales bajo la suprema protección de la providencia divina. Las aspiraciones por que luchaban las nuevas clases confundíanse inseparablemente en sus conciencias con los textos de la Biblia y los ritos del culto religioso. Los emigrantes del Mayflower llevaron consigo al otro lado del océano esta tradición mezclada con su sangre. A esto se debe la fuerza excepcional de resistencia de la interpretación anglosajona del cristianismo. Y todavía es hoy el día en que los ministros «socialistas» de la Gran Bretaña encubren su cobardía con aquellos mismos textos mágicos en que los hombres del siglo XVII buscaban una justificación para su bravura.

En Francia, donde no prendió la Reforma, la Iglesia católica perduró como Iglesia del Estado hasta la revolución, que había de ir a buscar no a los textos de la Biblia, sino a las abstracciones de la democracia, la expresión y justificación para los fines de la sociedad burguesa. Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura de Robespierre, pueden permitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad.

Todas las grandes revoluciones han marcado a la sociedad burguesa una nueva etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases. Del mismo modo que en Francia no prendió la Reforma, en Rusia no prendió tampoco la democracia formal. El partido revolucionario ruso a quien incumbió la misión de dejar estampado su sello en toda una época, no acudió a buscar la expresión de los problemas de la revolución a la Biblia, ni a esa democracia «pura» que no es más que el cristianismo secularizado, sino a las condiciones materiales de las clases que integran la sociedad. El sistema soviético dio a estas condiciones su expresión más sencilla, más diáfana y más franca. El régimen de e los trabajadores se realiza por vez primera en la historia bajo los soviets que, cualesquiera que sean las vicisitudes históricas que les estén reservadas, ha echado raíces tan profundas e indestructibles en la conciencia de las masas como, en su tiempo, la Reforma o la democracia pura.



(1)«Decembristas» o «dekabristas» por el mes de diciembre, en que tuvo lugar la sublevación. [NDT.]


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