domingo, 5 de marzo de 2017

QUE ME "HAGOOIR", OIGA: TANTO LOS OBISPOS COMO LAS MONJITAS, CON PECADO CONCEBIDOS, DESDE PEQUEÑILLOS TIENEN ENTRE SUS PIERNAS SUS CORRESPONDIENTES "APARATOS" Y "COSITAS", Y ADEMÁS, PORQUE DIOS QUIERE, LO UTILIZAN TODOS LOS DÍAS HAGA SOL O LLUEVA


Censurar la opinión no es una solución, es un serio problema

Paco Bello
Eco Republicano
Iniciativa Debate
04.03.2017


Censurar la opinión no es una solución, es un serio problema
Pocos colectivos me resultan tan deprimentes como los del fanatismo religioso. No me importa si con ese ‘religioso’ nos referimos a musulmanes, católicos o adoradores de la new age. Y es que el éxito de estos grupos dice mucho de nuestro fracaso como sociedad. A muchos niveles, no solo económicos y culturales. Pero más me deprime una administración que prohíbe opinar a golpe de ‘justicia’. Mucho más.

Me parece algo que supera con creces lo que pudiéramos calificar de simple error el prohibir la manifestación de una opinión, por absurda que sea. Nunca prohibir ha resultado ser mejor idea que debatir y razonar. Y nunca nos hemos arrepentido tanto de haber apoyado una prohibición que cuando más tarde hemos visto censurada la opinión propia.

No se debe bajo ninguna circunstancia intentar homogeneizar la expresión del pensamiento por la fuerza, porque estancado, el pensamiento se pudre, y corremos el riesgo de transformar simples imbéciles en auténticos monstruos. La represión tiene, entre otros, este indeseable pero previsible efecto.

¿Que un colectivo quiere dar rienda suelta a sus complejos y hacer propaganda sobre que los niños tienen pene y las niñas vulva? Pues que lo hagan y se oxigenen. Si apoyamos que se evite por decreto, además de darles la publicidad que buscan, estamos fomentando mártires y dando pie a que vean reforzadas sus obsesiones. Y quizá mañana con el mismo argumento tengamos que aceptar que se prohíba la opinión contraria, por más que sea sensata y justa, porque ‘la ley es igual para todos’.

Corrijo. En realidad no hace falta esperar a mañana, porque con las medidas que se están tomando contra la propaganda de la asociación ultracatólica HazteOir, lo que se intuye es un intento de equilibrado en falso (sin consecuencias legales ni ingresos en prisión); un lavado de imagen que justifique, igualando por la vía represiva, los excesos punitivos y atentados totalitarios que se han cometido contra las expresiones políticas o culturales de izquierda, sean las de tuiteros, raperos, titiriteros o activistas.

Pues que no sea en mi nombre. Yo no compro esta solución, venga de reaccionarios o de presuntos progresistas. Y quiero que esta fauna fanática pueda mostrar sus vergüenzas, en autobuses o en naves espaciales, y ya decidiré yo qué me parece su mensaje.

Paco Bello | Iniciativa Debate

Fuente: Iniciativa Debate

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PARA LAS ZARAGOZANAS, ZARAGOZANOS. CHICAS Y CHACOS: QUE LO PASÉIS PUTA MADRE EN LA CINCOMARZADA

DEDICADO, AUN A SABIENDAS DE QUE NO ME PODRÁ ENTENDER, AL PEDAZO DE CARNE (PERO BARATITA Y ASQUEROSILLA) SIN OJOS, QUE POR NO TENER CAPACIDAD DE RAZONAR, REBUZNA, Y ME REBUZNÓ ( POR AQUÍ) QUE MI PADRE ERA UN CABRÓN, CUANDO MI PADRE SE PARECIA MUCHO A LAS DOS CANCIONES QUE LE DEDICO:

PENSIONES: TODOS LOS QUE INTERVENGAN EN EL AMAÑO DE TOLEDO (que no pacto) PARA ROBARNOS EL DINERO DE LAS PENSIONES, CUANDO MENOS, SERÁN UNOS DELINCUENTES SOCIALES REVESTIDOS DE LEGALIDAD, QUE DEBERIAN RESPONDER CON TODOS SUS BIENES PRESENTES Y FUTUROS, POR EL DAÑO CAUSADO AL EMPOBRECER A LOS TRABAJADORES

Para cualquier jubilado de parte de otro jubilado: En mis cuarenta años de cotizaciones a la Seguridad Social (y por supuesto, aportando bienes útiles a la sociedad con mi trabajo) se me ha estado descontando mes a mes una parte de mi salario, y durante ese mismo periodo de tiempo, el Estado lo ha estado utilizando (mi dinerete) para financiarse (en el supuesto de que el Estado hubiera gestionado bien y no hubiera permitido que un chupibambi pirulete del chupe teta borrega pública, estuviera metiendo el cazo particular para alimentar y vestir a su señora querida, y por supuesto, dejarle herencia a sus hijos legítimos, que los naturales no se cuentan).

Después de estos cuarenta años, cuarenta, de que el Estado ha estado manejando mi dinero va y me paga todos los meses una paga. Claro, para que no me muera de hambre, que eso estaría mu feo, cuya fealdad, después de los distintos  amaños de Toledo y el que ahora se está realizando (¡Y yo como si la cosa no fuera conmigo!) podría convertirse en algo normal para los futuros pensionistas, que por lo menos habrán trabajado igual que yo.

De modo que, la paga que me da el Estado por estar jubilado no es dinero propio del Estado que me lo da porque es un Estado muy modosito, sino mío: el que yo le fui dejando durante 40 años.

¿Qué no hay  o puede no haber dinero para las pensiones? Esto ya es otra cuestión. Para resolverla hay que acudir al manual de funcionamiento de Alí Babá y los 37 ministros y 3 sindicalistas, que hacen un total de 41, el Alí y los otros 40.

Si el dinero de las pensiones mediante amaños de Toledo se pone a disposición de los bancos. Estos, mediante tejemaneje crean Fondos de Inversiones. Estos (con ese dinero que no es suyo) se lo prestan al Estado (¡Hostías Pedrín, que ha aparecido la deuda pública!), y claro es, el gobierno en nombre del Estado para pagar esos intereses por el dinero recibido de los Fondos de Inversión tiene que echar manos de los recortes sociales (Pero Estado,  ¡joder!, ¿no hemos dicho que era dinero mío, o sea, de los trabajadores? ¡Pero, coño, Estado, que lo que me quitas en derechos sociales también es mío!).

Estado, en tu nombre el gobierno me está jodiendo por los tres costados: 1) Durante mi vida laboral el salario que recibí, como todos los salarios, era menor que la riqueza que yo creaba. 2) Con mi dinero has estado financiando actividades y ciencias (incluida la Sociología que has creado) que ahora aplicas contra mi. 3) Me haces pagar intereses recortando mis derechos mediante los recortes sociales que también me los he pagado yo.

Mi dinero va al Estado. Este se lo embolsilla a un amigo suyo (el Fondo de Inversión), que a su vez se lo presta al Estado, y por este préstamo, cuyo dinero ya es mío, tengo que pagar al Estado disminuyendo mis derechos sociales, para que el Estado haga ganar dinero a su amigo con mis dineros y a costa de empeorar mis condiciones de vida, y las de las generaciones de trabajadores futura. Cosa de Alí Babá, no?

Estado, yo entiendo que a Mariano Rajoy no le guste la gaseosa y que no haya pan para tanto chorizo.

Ahora entiéndeme tú a mi. Mira, Estado, te voy a cambiar. Pero no por nada personal, sino porque el capitalismo que tú representas, al cumplir su función histórica se ha transformado en algo materialmente inviable.

Y digo esto no por ser de Podemos, que no lo soy, aunque tengo mucho interés en que funcione bien, por tanto no deseo que funcione como normalmente han venido funcionando los partidos guays hasta le fecha.Tampoco soy, lógicamente, ni de los de arriba ni de los de abajo, ni de los de este lado o el otro; tampoco de los centraditos en esta parte o la otro, incluso ni  siquiera soy de los centraditos centrados en el centro total.

Lo vamos a dejar, si no te parece muy  mal a ti, en que he sido un trabajador, sigo siendo un trabajador (luego no soy, puesto que estoy siendo) y pienso seguir así. Por eso te voy a cambiar a ti y no solo al gobierno.

 Para ello no hay pocos obstáculos. Uno de los primeros: el Ali Babá, que es más complejo y retorcido que el sujeto ese que me ha deseado que me cuelguen de un palo (de un cimbel, dijo el figura), por haber dicho yo, que las acusaciones que haya contra Podemos deben ser respondidas (y no me he ido del tema, no), por lo que para poder entender la complejidad y retorcimiento de Alí Babá, hay que empezar por leer a un autor no menos complejo y difícil, dada su prolija y extraordinaria riqueza intelectual: Carlos Marx, como único método para comprender la economía política (la economía capitalista es sólo un tipo de economía, no toda la economía), dentro de la cual hay que resolver el problema de las pensiones, porque dentro de los parámetros de la economía capitalista no se pueden resolver, y esto justifica perfectamente la existencia de los Círculos de Podemos, que hasta ahora se quedan, casi, en sólo dos palabras. Poner en marcha los Círculos de Podemos es esencial para que pueda responder efectivamente a las expectativas que fueron levantadas en su día.

(sería muy saludable intelectualmente, que algún sujeto que se ha escandalizado el hombre por haber dicho yo que las acusaciones contra Podemos deben ser respondidas, hiciera algún tipo de crítica a lo que antecede. Condenas inquisitoriales por muy amigo de Podemos que se diga,  por favor, no. Críticas.

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La preocupación por las pensiones

03.03.2017


Tras dos reformas que han reducido la capacidad adquisitiva de los y las pensionistas y han retrasado la edad de jubilación, nos quieren volver a meter el miedo en el cuerpo con la insostenibilidad de las pensiones. De nuevo estamos sometidos a una fuerte ofensiva que nos dice que cada vez vamos a ser más las personas mayores y menos las jóvenes. El famoso problema demográfico. Más para cobrar y menos para trabajar. Por lo tanto, el sistema es insostenible. ¿Solución? Planes de pensiones privadas para complementar las públicas. Pero, ¿qué hay de cierto en todo esto?

La situación no es nueva. En los años 90 del siglo pasado también tuvimos una fuerte ofensiva en el mismo sentido. Y con el mismo argumento: el problema demográfico. Se iban a hundir las pensiones públicas y teníamos que hacernos planes privados. A nosotros nos prometían supuestas ganancias, mientras que ellos se aseguraban suculentos beneficios con las comisiones de gestión: 1.830 millones al año, según Edmundo Fayanas. ¿Y en qué han quedado nuestras ganancias? De acuerdo a los datos de Fayanas, los planes de pensiones invertidos en renta variable se revalorizaron una media de 1,36%, y los de renta fija un 1,25%. Pero, como a esa rentabilidad hay que restar un 0,8% de la comisión de gestión y el efecto de la inflación, tenemos que, según la OCDE, la rentabilidad media ha sido de un -0,9% para el período 2008-2012. El único aliciente de los planes de pensiones, según Adicae, es la desgravación fiscal. Pero en realidad, esa desgravación es más bien un aplazamiento del pago de impuestos, ya que cuando rescatas el dinero de tu plan, tendrás que pagarlos. Hasta la Unión Europea exige que se eliminen estas desgravaciones fiscales debido a su nula rentabilidad social. La consecuencia de todo esto es que, en cuanto surge la crisis del 2008, se va dejando de hacer planes privados. No han logrado que estos fondos despegaran aquí. Sin embargo, de nuevo vuelven a la carga.

Pero antes de la crisis hubo una burbuja financiero-inmobiliaria, a consecuencia de la cual el paro bajó, se creó empleo, el consumo creció… y el endeudamiento creció mucho más. Sobre todo el de los bancos y empresas; pero también el de las familias. ¿Y el cacareado problema de las pensiones? Se difuminó. El Fondo de Reserva llegó hasta los 67.000 millones de euros en 2011. Y, según Albino Prada, de ATTAC, ese Fondo de Reserva sería ahora de 519.000 millones de euros, si en el pasado los sucesivos gobiernos no hubieran realizado transferencias al Estado desde los superávits del sistema de Seguridad Social para sostener la sanidad y otras políticas públicas. ¿Y qué fue del gravísimo problema demográfico? Pues, que vinieron 6 millones de inmigrantes y adiós problema demográfico. Aunque es cierto que cada vez somos más las personas mayores y que la tasa de natalidad es demasiado baja –también habría que cambiar las políticas actuales para solucionar este problema-, todavía tenemos un amplio margen de crecimiento del porcentaje del PIB destinado a pensiones si comparamos con la situación y perspectivas de otros países europeos. La amenaza para la sostenibilidad de las pensiones no es demográfica sino política: las políticas que impiden tener un empleo suficiente y de calidad.

Decía que vuelven de nuevo a la carga induciendo el miedo con la insostenibilidad de las pensiones públicas y tratando de convencernos de que hay que bajar el poder adquisitivo de los y las pensionistas, atrasar la edad de jubilación, fomentar los planes privados… Pero analicemos brevemente estas dos últimas políticas. Atrasar la edad de jubilación es un enorme contrasentido. Tenemos 4,3 millones de personas en paro y se retrasa la edad de jubilación, se aumenta la jornada y las horas extras, y se precariza el empleo. ¿Resultado? Gran parte de la juventud no tiene trabajo, cada vez tenemos peores condiciones de jubilación y también es cada vez peor el empleo para quien tiene la suerte de tenerlo. Todas y todos, mal. Si importaran las personas, las políticas serían justo al revés: fomento de empleo de calidad, salarios más altos, topes a los chantajes con la deslocalización de empresas, reparto del trabajo con criterios de solidaridad, apoyo a autónomos y pequeñas empresas, políticas de redistribución vía fiscalidad y servicios públicos… Contra toda lógica social y económica, se concentra el empleo en lugar de repartirlo, se bajan salarios y se precariza el empleo cuando se necesita más demanda, se implementan políticas que reducen cotizaciones y recaudación cuando se necesitan más ingresos.

¿Y qué pasa con el fomento de las pensiones privadas? Pues lo mismo: las únicas que ganan son las entidades financieras. Ya hemos visto el resultado que están dando en el Estado español. Chile lleva sufriéndolas unas cuantas décadas. Es la base de su sistema de pensiones, ya que apenas tienen pensiones públicas desde Pinochet (menos del 10%). Pues bien, según Edmundo Fayanas, el 91% de las pensiones privadas chilenas cobran solamente 330 dólares, la mitad de su salario mínimo. Esto, traducido a España, sería unos 350 euros mensuales, subida reciente del salario mínimo incluida.

Las pensiones públicas deberíamos defenderlas con uñas y dientes. Todas las personas: mayores, jóvenes y maduras. Porque si no lo hacemos, cada vez estarán peor. Son viables y, si fuera necesario en algún momento, están los presupuestos del Estado para aportar la financiación complementaria necesaria. Pero hay que hacer que el sistema actual de solidaridad intergeneracional funcione. Y para eso es necesario aplicar políticas de empleo, salarios, cotizaciones, impuestos… que sean adecuadas para tener empleo suficiente y de calidad, y también para tener unas pensiones dignas y una renta garantizada digna para quienes la necesite. Insisto, el problema no es demográfico. Si las personas nativas en edad de trabajar no son suficientes, vendrán personas de fuera. Como ya sucedió en los 90 y en los primeros 2000.

¿Preocupación por las pensiones? Depende. Si seguimos apoyando a fuerzas políticas que aplican políticas de austeridad, que realizan reformas que nos llevan al paro y a la precariedad, que ponen las políticas de promoción de empleo en último lugar, que implementan políticas regresivas de fiscalidad, que fomentan ayudas a las empresas vía reducción de cotizaciones y que impulsan los planes de pensiones privados, entonces sí que nos debemos preocupar seriamente por las pensiones públicas. Pero, si nos implicamos social y políticamente y obligamos a cambiar las actuales políticas, no tendría por qué haber motivos de preocupación.

Javier Echeverría Zabalza, miembro de Podemos-Ahal Dugu

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"CHATE P´AYÁ, SANCHO", QUE SI NO NOS ESMORRAREMOS CONTRA LA PARED DE LA IGLESIA



Quiénes son HazteOir, los ultracatólicos que han lanzado el bus tránsfobo






Kaosenlared

Por Jesus Bastante
02.03.2017

Nacieron en 2001 para defender a Aznar y llegaron a su clímax haciendo campaña contra el aborto y los derechos homosexuales en la época de Zapatero Llegaron a tener a Rouco de protector, pero hoy han perdido el apoyo de la Iglesia, aunque han redoblado sus campañas contra la igualdad y LGTBi La plataforma la montó […]
     










Nacieron en 2001 para defender a Aznar y llegaron a su clímax haciendo campaña contra el aborto y los derechos homosexuales en la época de Zapatero.

Llegaron a tener a Rouco de protector, pero hoy han perdido el apoyo de la Iglesia, aunque han redoblado sus campañas contra la igualdad y LGTBi

La plataforma la montó Ignacio Arsuaga, ultraconservador y familiar de Rodrigo Rato, ayudado al principio por amigos de la infancia. Tras ellos está la sociedad secreta El Yunque
Los responsables del autobús tránsfobo son el grupo ultracatólico más activo en España. Fundados en 2001 como respuesta a las protestas ciudadanas contra el Gobierno de Aznar, HazteOir.org ( hoy subsumido en la plataforma CitizenGo tras el rechazo de la jerarquía de la Iglesia católica a apoyar públicamente sus campañas) se convirtió, casi de inmediato, en el lugar de encuentro de defensores a ultranza del catolicismo más ultraconservador.

Al frente de los mismos, Ignacio Arsuaga, emparentado con Rodrigo Rato –su madre es prima segunda del exvicepresidente– y un experto en agitación y movilizacion ciudadana a través de la red. Al principio, junto a Arsuaga se encontraban amigos de la infancia y profesionales liberales. Muy pronto, HazteOir consiguió convertirse en la plataforma del conservadurismo más radical en la sociedad española.


Coincidiendo con la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones de 2004, HazteOir alcanzó el cénit de su fama, con la convocatoria de marchas multitudinarias en contra del matrimonio igualitario, que logró sacar a la calle, por primera vez en la historia de la democracia, a una veintena de obispos; contra la reforma de la ley del aborto o contra Educación para la Ciudadanía.

En 2007, HazteOir era mucho más que un grupo de jóvenes ultras preocupados por el rumbo de la familia tradicional y la defensa de la vida de los no nacidos. Se habían convertido en el punto de referencia de los grupos más tradicionalistas, hasta el punto de que el cardenal Rouco se apoyó en ellos (y en movimientos ultraconservadores, como los kikos, el Opus Dei o los Legionarios de Cristo) para convocar sus “misas de la familia” en la Plaza de Colón de Madrid, que durante años se erigieron –como tuvo que admitir el propio PSOE– en la principal oposición a Zapatero.
Ignacio Arsuaga, con el obispo Martínez Camino y el director general de Cope, José Luis Restán, premiados por HazteOir
Ignacio Arsuaga, con el exportavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, y el director general de Cope, José Luis Restán, premiados por HazteOir

Ya eran la versión española del Tea Party norteamericano. Y HazteOir aglutinó bajo su capa a los sectores más reaccionarios: desde Concapa al Foro de la Familia, pasando por Profesionales por la Ética, Derecho a Vivir o CitizenGo, que ahora se ha convertido en la matriz del grupo. Todo ello para ocultar la auténtica organización que se encontraba detrás del entramado: una sociedad secreta, El Yunque, que hundía sus raíces en México, y cuya existencia ha sido reconocida por la Iglesia española.

Paradójicamente, el crecimiento de HazteOir supuso el comienzo de su fin. Disensiones entre los grupos profamilia y la exigencia de Arsuaga de controlar todas las campañas (incluyendo la vertiente económica), provocaron la ruptura con el Foro de la Familia. Al tiempo, algunos exmiembros de El Yunque elevaron a la Conferencia Episcopal sus denuncias acerca de las tramas ejercidas por sus responsables.

Desde 2013, coincidiendo con la llegada al Papado de Francisco y la confirmación de las acusaciones sobre El Yunque, la Conferencia Episcopal comenzó un progresivo alejamiento de sus tesis.

La llegada del arzobispo Carlos Osoro a Madrid supuso, además, el fin de las misas de Colón y el arrinconamiento en la marginalidad ultra de los responsables de HazteOir. Precisamente, en los últimos años, ya sin el apoyo de los obispos, ha sido cuando Arsuaga y sus seguidores han incrementado su beligerancia y lanzado campañas cada vez más duras, en el fondo y en las formas, amenazando a grupos como VIPS o El Corte Inglés y arremetiendo contra gays, lesbianas, mujeres, y, ahora, niños transexuales. Por ejemplo, envió más de 16.000 folletos a los colegios con mensajes homófobos, cargó contra una serie de RTVE que mostraba una boda entre dos mujeres u organizó una conferencia para “sanar” la homosexualidad.

Ahora, tras su alejamiento de la Iglesia y el poder, también responsables del PP critican la campaña del autobús de HazteOir. Además de Cristina Cifuentes, a quien le hicieron también una campaña en contra, el portavoz del partido en el Congreso, Rafael Hernando, ha dicho que es un “disparate”.

Corren otros tiempos para los ultracatólicos, que en 2013 fueron distinguidos por el mismo gobierno del PP, concretamente por el exministro de Interior Jorge Fernández-Díaz, como asociación de “utilidad pública”.


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100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA (8/23)



León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA


Capitulo VIII

¿Quién dirigió la insurrección de febrero?

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.


Los abogados y los periodistas, las clases perjudicadas por la revolución, han gastado grandes cantidades de tinta en demostrar que el movimiento de Febrero, que se quiere hacer pasar por una revolución, no fue en rigor más que un motín de mujeres, transformado después en motín militar. También Luis XVI se obstinaba en creer en su tiempo que la toma de la Bastilla no era más que un motín, hasta que las cosas se encargaron de demostrarle de un modo harto elocuente que se trataba de una revolución. Los que salen perdiendo con una revolución rara vez se inclinan a llamarla por su nombre, pues éste, a pesar de todos los esfuerzos de los reaccionarios enfurecidos, va asociado, en el recuerdo histórico de la Humanidad, a una aureola de emancipación de las viejas cadenas y prejuicios. Los privilegiados de todos los siglos y sus lacayos intentan, invariablemente, motejar de motín, sedición o revuelta de la chusma a la revolución que los derriba de sus puestos. Las clases caducas no se distinguen precisamente por su gran inventiva.
Poco después del 27 de febrero hiciéronse tentativas para equiparar la revolución de Febrero al golpe de Estado militar de los Jóvenes Turcos, con que, como sabemos, tanto había soñado la alta burguesía rusa. Tan infundada era, sin embargo, esta analogía, que hubo de ser seriamente combatida por uno de los periódicos burgueses. Tugan-Baranovski, economista que en su juventud había pasado por la escuela de Marx, una especie de variante rusa de Sombart, escribía el 20 de marzo, en Las Noticias de la Bolsa (Birchevie Wedomosti):

"La revolución turca consistió en una sublevación victoriosa del ejército, preparada y realizada por los jefes del mismo. Los soldados no eran más que unos ejecutores obedientes de los propósitos de sus oficiales. Los regimientos de la Guardia que el 27 de febrero derribaron el trono ruso prescindieron de sus oficiales... No fueron las tropas, sino los obreros quienes iniciaron la insurrección; no los generales, sino los soldados quienes se personaron ante la Duma. Los soldados apoyaban a los obreros no porque obedecieran dócilmente las órdenes de sus oficiales, sino porque... sentían el lazo que les unía a los obreros como una clase compuesta de trabajadores, como parte de ellos mismos. Los campesinos y los obreros: he ahí las dos clases sociales a cuyo cargo ha corrido la revolución rusa."

Estas palabras no necesitan de enmienda ni de comentario. El desarrollo ulterior de la revolución había de confirmarlas plenamente.

El último día de febrero fue para Petersburgo el primer día de la nueva era triunfante: día de entusiasmos, de abrazos, de lágrimas de gozo, de efusiones verbales; pero, al mismo tiempo, de golpes decisivos contra el enemigo. En las calles resonaban todavía los disparos. Se decía que los "faraones" de Protopopov, ignorantes todavía del triunfo del pueblo, seguían disparando desde lo alto de las casas. Desde abajo disparaban contra las azoteas y los campanarios, donde se suponía que se guarecían los fantasmas armados del zarismo. Cerca de las cuatro fue ocupado el Almirantazgo, donde se habían refugiado los últimos restos del poder zarista. Las organizaciones revolucionarias y grupos improvisados efectuaban detenciones en la ciudad. La fortaleza de Schluselburg fue tomada sin disparar un solo tiro. Tanto en la ciudad como en los alrededores iban sumándose constantemente a la revolución nuevos batallones.
 
El cambio de régimen en Moscú no fue más que un eco de la insurrección de Petrogrado. Entre los soldados y los obreros reinaba el mismo estado de espíritu, pero expresado de un modo menos vivo. En el seno de la burguesía, el estado de ánimo imperante era un poco más izquierdista; en las orillas del Neva, los intelectuales radicales de Moscú organizaron una reunión, que no condujo a nada, para tratar de lo que había de hacerse. Hasta el día 27 de febrero no empezaron las huelgas en las fábricas de Moscú; luego, vinieron las manifestaciones. En los cuarteles, los oficiales decían a los soldados que en las calles estaban promoviendo disturbios unos canallas a los cuales serían preciso poner coto. "Pero ahora -cuenta el soldado Chischilin- los soldados empezaban a entender la palabra "canalla" en sentido contrario". A las dos se presentaron en el edificio de la Duma municipal un gran número de soldados de diversos regimientos, que buscaban el modo de adherirse a la causa de la revolución. Al día siguiente se extendió el movimiento huelguístico. De todas partes acudía la muchedumbre a la Duma con banderas. El soldado de la compañía de automovilistas Muralov, viejo bolchevique, agrónomo, gigante generoso y valiente, condujo a la Duma el primer regimiento completo y disciplinado, que ocupó la estación radiotelegráfica y otros puntos estratégicos. Ocho meses después, este Muralov era nombrado jefe de las tropas de la región militar de Moscú.

Se abrieron las cárceles. El mismo Muralov llegó con un camión lleno de presos políticos liberados. El oficial, con la mano en la visera, preguntó al revolucionario si había que soltar también a los judíos. Dzerchinski, que acababa de ser libertado y no se había quitado aún el traje de presidiario, se presentó en la Duma, donde se estaba formando ya el Soviet de diputados obreros. El artillero Dorofeiev cuenta que el primero de marzo los obreros de la fábrica de caramelos Siou se presentaron con banderas en el cuartel de la brigada de Artillería para fraternizar con los soldados, y que muchos de ellos, desbordantes de gozo, lloraban. En la ciudad sonaron algunos disparos hechos desde las esquinas; pero, en general, no hubo choques armados ni víctimas: Petrogrado respondía por Moscú.
En varias ciudades de provincias el movimiento no empezó hasta el primero de marzo, después que la revolución había triunfado ya hasta en Moscú. En Tver, los obreros se dirigieron en manifestación desde las fábricas a los cuarteles, y, mezclados con los soldados, recorrieron las calles de la ciudad cantando, como en todas partes entonces, La Marsellesa, no La Internacional. En Nijni-Novgorod, millares de personas se reunieron en los alrededores del edificio de la Duma municipal, que desempeñó en la mayoría de las ciudades el papel que representaba en Petrogrado el palacio de Táurida. Después de escuchar un discurso del alcalde, los obreros se dirigieron con banderas rojas a sacar de la cárcel a los presos políticos. Al atardecer, dieciocho unidades, de las veintiuna que componían la guarnición, se habían puesto ya al lado de la revolución. En Samara y Saratov celebráronse mítines y se organizaron soviets de diputados obreros. En Charkov, el jefe superior de la gendarmería, al enterarse en la estación del triunfo de la insurrección, se puso en pie en un coche ante la multitud agitada y, tremolando la gorra, gritó con todas las fuerzas de sus pulmones: "¡Viva la revolución!" A Yekaterinoslav, la noticia llegó de Charkov. Al frente de la manifestación iba el ayudante del jefe superior de gendarmería, con un gran sable en la mano, como durante las paradas de grandes solemnidades. Cuando se vio claramente que la monarquía estaba definitivamente derrumbada, en las oficinas públicas empezaron aves revolucionarias, la decisión era menor que en Petrogrado. Cuando empezaban los liberales, que no habían perdido aún la afición a emplear el tono de chanza para hablar de la revolución, circulaban no pocas anécdotas, verídicas o imaginadas. Los obreros, lo mismo que los soldados de las guarniciones, vivían los acontecimientos de un modo muy distinto.

Por lo que se refiere a otra serie de ciudades provinciales (Pskov, Oril, Ribinsk, Penza, Kazán, Tsaritsin, etc.), la crónica señala, con fecha del 2 de marzo: "Ha llegado la noticia del cambio de régimen, y la población se ha adherido a la revolución." Estas líneas, a pesar de su carácter sumario, expresan de un modo sustancialmente verídico la realidad.

A los pueblos, las noticias relativas a la revolución llegaban de las capitales próximas, unas veces por conducto de las propias autoridades y otras veces a través de los mercados, de los obreros, de los soldados licenciados. Los pueblos acogían la revolución más lentamente y con menos entusiasmo que las ciudades, pero no menos profundamente. Los campesinos relacionaban el cambio con la guerra y con la tierra.

No pecaremos de exageración si decimos que la revolución de Febrero la hizo Petrogrado. El resto del país se adhirió. En ningún sitio, a excepción de la capital, hubo lucha. No hubo en todo el país un solo grupo de población, un solo partido, una sola institución, un solo regimiento, que se decidiera a defender el viejo régimen. Esto demuestra cuán fundados son los razonamientos que hacen con la caballería de la Guardia o si Ivanov no hubiera llegado del frente con una brigada de confianza, el destino de la monarquía hubiera sido otro. Ni en el interior ni en el frente hubo una sola brigada ni un solo regimiento dispuesto a luchar por Nicolás II.

La revolución se llevó a cabo por la iniciativa y el esfuerzo de una sola ciudad, que representaba aproximadamente 1/75 parte de la población del país. Dígase, si se quiere, que el magno acto democrático fue realizado del modo menos democrático imaginable. Todo el país se halló ante un hecho consumado. El hecho de que se anunciase en perspectiva la convocatoria de la Asamblea constituyente no significa nada, pues las fechas y los procedimientos de convocación de la representación nacional fueron decretados por los órganos del poder surgidos de la insurrección triunfante en Petrogrado. Esto proyecta un vivo resplandor sobre el problema referente a las funciones de las formas democráticas, en general, y las de períodos revolucionarios, en particular. Las revoluciones han inferido siempre grandes reveses al fetichismo jurídico de "la soberanía nacional", y tanto más implacablemente cuanto más profunda, audaz y democrática es la revolución.
Se ha dicho muchas veces, sobre todo con referencia a la gran revolución francesa, que el riguroso centralismo implantado por la monarquía permitió luego a la capital revolucionaria pensar y obrar por todo el país. Esta explicación es harto superficial. La revolución manifiesta tendencias centralistas, pero no es imitando a la monarquía derribada, sino por inexorable imposición de las necesidades de la nueva sociedad, que no se aviene con el particularismo. Si la capital desempeña en la revolución un papel tan preeminente, que en ella parece concentrarse, en ciertos momentos, la voluntad del país, es sencillamente por dar expresión más elocuente a las tendencias fundamentales de la nueva sociedad, llevándolas hasta sus últimas consecuencias. Las provincias aceptan lo hecho por la capital como el reflejo a sus propios propósitos, pero transformados ya en acción. La iniciativa de los centros urbanos no representa ninguna infracción del democratismo, sino su realización dinámica. Sin embargo, el ritmo de esta dinámica, en las grandes revoluciones, no coincide nunca con el de la democracia formal representativa. Las provincias se adhieren a los actos del centro, pero con retraso. Dado el rápido desarrollo de los acontecimientos que caracteriza a las revoluciones, esto conduce a una aguda crisis del parlamentarismo revolucionario, que no se puede resolver con los métodos de la democracia. La representación nacional se estrella invariablemente contra toda auténtica revolución al chocar con la dinámica revolucionaria, cuyo foco principal reside en las capitales. Así sucedió en Inglaterra, en el siglo XVII, en Francia, en el XVIII, y en el XX en Rusia. El papel de la capital se halla trazado, no por las tradiciones del centralismo burocrático, sino por la situación de la clase revolucionaria dirigente, cuya vanguardia, lo mismo la de la burguesía que la del proletariado, se halla naturalmente concentrada en la ciudad más importante.

Después de las jornadas de Febrero se contaron las víctimas. En Petrogrado hubo mil cuatrocientos cuarenta y tres muertos y heridos, de los cuales ochocientos sesenta y nueve pertenecían al ejército. De estos últimos, sesenta eran oficiales. En comparación con las víctimas de cualquier combate de la gran guerra, estas cifras, considerables de suyo, resulta insignificantes. La prensa liberal proclamó que la revolución de Febrero había sido incruenta. En los días de entusiasmo general y de amnistía recíproca de los partidos patrióticos, nadie se dedicó a restablecer el imperio de la verdad. Albert Thomas, como amigo de todo lo que triunfa, incluso de las insurrecciones victoriosas, hablaba entonces de la "revolución rusa, la más luminosa, la más jubilosa y la más incruenta". Claro que él tenía entonces la esperanza de que la revolución entregaría a Rusia a merced de la Bolsa francesa. Pero, al fin y al cabo, Thomas no es precisamente ingenioso. El 27 de junio de 1789, Mirabeau exclamaba: "¡Qué dicha que esta gran revolución salga adelante sin matanzas y sin lágrimas!... La historia ha hablado ya demasiado de actos de fiereza. Podemos tener la esperanza de que empezamos una historia de hombres." Cuando los tres estado se unieron en la Asamblea nacional, los antepasados de Albert Thomas escribían: "La revolución ha terminado sin que costase ni una gota de sangre." Hay que reconocer que en aquel periodo aún no había sangre. No se puede decir lo mismo de las jornadas de Febrero. Pero se mantuvo tenazmente la leyenda de la revolución incruenta para alimentar la necesidad que el buen burgués liberal tiene de representarse las cosas tal y como si el poder hubiese caído en sus manos por sí mismo.

Si la revolución de Febrero no fue incruenta, no puede dejar de producir asombro que hubiera tan pocas víctimas en el momento de la revolución y, sobre todo, durante los días que la siguieron. No hay que olvidar que se trataba de vengarse de la opresión, de las persecuciones, de los escarnios, de los insultos ignominiosos de que había sido víctima durante siglos el pueblo de Rusia. Es verdad que los marineros y los soldados hicieron en algunos casos justicia sumaria a los verdugos más auténticos, los oficiales. Pero en un principio el números de esos actos fue insignificante en comparación con el de las viejas y sangrientas ofensas sufridas. Las masas no se sobrepusieron a su primitiva benevolencia hasta mucho más tarde, después de persuadirse de que las clases dominantes querían dar marcha atrás y adueñarse de la revolución que no habían hecho, acostumbrados como están a adueñarse de los bienes y los frutos no producidos por ellos.

Tugan-Baranovski tiene razón cuando dice que la revolución de Febrero fue obra de los obreros y los campesinos, representados éstos por los soldados. Pero queda todavía una gran cuestión que resolver. ¿Quién dirigió la revolución? ¿Quién puso en pie a los obreros? ¿Quién echó a la calle a los soldados? Después del triunfo, estas cuestiones se convirtieron en la manzana de la discordia entre los partidos. El modo más sencillo de resolverlas consistía en la aceptación de una fórmula universal: la revolución no la dirigió nadie, se realizó por sí misma. La teoría de la "espontaneidad" daba entera satisfacción no sólo a todos los señores que todavía la víspera administraban, juzgaban, acusaban, defendían, comerciaban o mandaban pacíficamente en nombre del zar y que hoy se apresuraban a marchar al paso de la revolución, sino también a muchos políticos profesionales y ex-revolucionarios que, habiendo dejado pasar de largo la revolución, querían creer que en este respecto no se distinguían de los demás.

En su curiosa Historia de la sedición rusa, el general Denikin, ex-generalísimo del ejército blanco, dice, hablando del 27 de febrero: "En ese día decisivo no hubo jefes; actuó sólo la fuerza espontánea, en cuya terrible corriente no se veían entonces ni objetivos, ni plan, ni consignas." El historiador Miliukov no profundiza más que ese general aficionado a la literatura. Antes de la caída del zarismo, el jefe liberal veía en toda idea de revolución la mano del Estado Mayor alemán, pero la situación se complicó cuando el cambio de régimen llevó a los liberales al poder. Ahora, la misión de Miliukov no consistía ya en marcar a la revolución con el deshonor de atribuir iniciativa a los Hohenzollern, sino al contrario, en no asignar el honor de la iniciativa a los revolucionarios. El liberalismo abraza sin reservas la teoría de la espontaneidad y la impersonalidad de la revolución. Miliukov cita con simpatía la opinión de Stankievich, ese profesor semiliberal, semisocialista, convertido en comisario del gobierno cerca del Cuartel general. "La masa se puso en movimiento sola, obedeciendo a impulso interior inconsciente"... escribe Stankievich, hablando de las jornadas de Febrero. ¿Con qué consignas salieron los soldados a la calle? ¿Quién los conducía cuando conquistaron Petrogrado, cuando pegaron fuego a la Audiencia? No era una idea política ni una consigna revolucionaria, ni un complot, ni un motín, sino un movimiento espontáneo, que redujo súbitamente a cenizas todo el viejo régimen. Aquí, la espontaneidad adquiere un carácter casi místico.

El propio Stankievich hace una declaración extraordinariamente importante: "A finales de enero tuve ocasión de hablar con Kerenski en la intimidad... Todo el mundo se manifestaba escéptico de una revuelta popular, pues todos temían que el movimiento popular de las masas tomara una orientación de extrema izquierda, la cual crearía dificultadas extraordinarias para la prosecución de la guerra." Las opiniones de los círculos frecuentados por Kerenski no se distinguían sustancialmente en nada, como se ve, de los kadetes. No era de aquí, por tanto de donde podía partir la iniciativa.
"La revolución se desencadenó como el trueno en día sereno -dice Zenzinov, representante del partido de los social-revolucionarios-. Seamos francos: la revolución fue magna y gozosa sorpresa aun para nosotros, los revolucionarios, que habíamos trabajado por ella durante tantos años y que siempre la habíamos esperado."

Poco más o menos les ocurría a los mencheviques. Uno de los periodistas de la emigración burguesa habla del encuentro que tuvo el 24 de febrero, en un tranvía, con Skobelev, futuro ministro del gobierno revolucionario: "Este socialdemócrata, uno de los líderes del movimiento, me decía que los desórdenes tomaban un carácter de saqueo que era necesario sofocar. Esto no impidió que un mes después, Skobelev afirmara que él y sus amigos habían hecho la revolución." La nota, aquí, está probablemente exagerada, pero en lo fundamental la posición de los socialdemócratas mencheviques que actuaban dentro de la ley está expresada de un modo muy cercano a la realidad.
Finalmente, uno de los líderes del ala izquierda de los socialrevolucionarios, Mstislavski, que se pasó posteriormente a los bolcheviques, dice, hablando de la revolución de Febrero: "A los miembros del partido de aquel entonces la revolución nos sorprendió como a las vírgenes del Evangelio: durmiendo." No importa gran cosa saber hasta qué punto se les podía comparar en justicia con las vírgenes; pero que estaban durmiendo todos es indiscutible.

¿Cuál fue la actitud de los bolcheviques? En parte, ya lo sabemos. Los principales dirigentes de la organización bolchevista clandestina que actuaba a la sazón en Petrogrado eran tres: los ex-obreros Schliapnikov y Zalutski, y el ex-estudiante Mólotov. Schliapnikov, que había vivido durante bastante tiempo en el extranjero y que estaba en estrecha relación con Lenin, era, desde el punto de vista político, el más activo de los tres militantes que constituían la oficina del Comité central. Sin embargo, las Memorias del propio Schliapnikov confirman mejor que nada que el peso de los acontecimientos era desproporcionado con lo que podían soportar los hombros de este trío. Hasta el último momento, los dirigentes entendían que se trataba de una de tantas manifestaciones revolucionarias, pero en modo alguno de un alzamiento armado. Kajurov, uno de los directores de la barriada de Viborg, a quien ya conocemos, afirma categóricamente: "No había instrucción alguna de los organismos centrales del partido... El Comité de Petrogrado había sido detenido y el camarada Schliapnikov, representante del Comité Central, era impotente para dar instrucciones para el día siguiente."

La debilidad de las organizaciones clandestinas era un resultado directo de las represiones policíacas, las cuales habían dado al gobierno resultados verdaderamente excepcionales en la situación creada por el estado de espíritu patriótico reinante al empezar la guerra. Toda organización, sin excluir las revolucionarias, tiende al retraso con respecto a su base social. A principios de 1917, las organizaciones clandestinas no se habían rehecho aún del estado de abatimiento y de disgregación, mientras que en las masas el contagio patriótico había sido ya suplantado radicalmente por la indignación revolucionaria.

Para formarse una idea más clara de la verdadera situación, por lo que a la dirección revolucionaria se refiere, es necesario recordar que los revolucionarios más prestigiosos, jefes de los partidos de izquierda, se hallaban en la emigración, en las cárceles y en el destierro. Cuanto más peligroso era un partido para el viejo régimen, más cruelmente se hallaba decapitado al estallar la revolución. Los populistas tenían una fracción en la Duma, capitaneada por el radical sin partido Kerenski. El líder oficial de los socialistas revolucionarios, Chernov, se hallaba en la emigración. Los mencheviques disponían en la Duma de una fracción de partido capitaneado por Cheidse y Skobelev al frente. Mártov estaba emigrado, Dan y Tseretelli se hallaban en el destierro. Alrededor de las fracciones de izquierda populista y menchevista se agrupaba un número considerable de intelectuales socialistas con un pasado revolucionario. Esto creaba una apariencia de estado mayor político, pero de un carácter tal que sólo podía revelarse después del triunfo. Los bolcheviques no tenían en la Duma fracción alguna: los cinco diputados obreros, en los cuales el gobierno del zar había visto el centro organizador de la revolución, fueron detenidos en los primeros meses de la guerra. Lenin se hallaba en la emigración con Zinóviev, y Kámenev estaba en el destierro, lo mismo que otros dirigentes prácticos, poco conocidos en aquel entonces: Sverlov, Rikov, Stalin. El socialdemócrata polaco Dzerchinski, que no se había afiliado aún a los bolcheviques, estaba en presidio. Los dirigentes accidentales, precisamente porque estaban habituados a obrar como elementos subalternos bajo la autoridad inapelable de la dirección, no se consideraban a sí mismos ni consideraban a los demás capaces de desempeñar una misión directiva en los acontecimientos revolucionarios.

Si el partido bolchevique no podía garantizar a los revolucionarios una dirección prestigiosa, de las demás organizaciones políticas no había ni que hablar. Esto contribuía a reforzar la creencia tan extendida de que la revolución de Febrero había tenido un carácter espontáneo. Sin embargo, esta creencia es profundamente errónea o, en el mejor de los casos, inconsistente.

La lucha en la capital duró no una hora ni dos, sino cinco días. Los dirigentes intentaban contenerla. Las masas contestaban intensificando el ataque y siguieron adelante. Tenían enfrente al viejo Estado, detrás de cuya fachada tradicional se suponía que acechaba aún una fuerza poderosa; la burguesía liberal, con la Duma del Estado, con las asociaciones de zemstvos y las Dumas municipales, con las organizaciones industriales de guerra, las academias, las Universidades, la prensa; finalmente, dos partidos socialistas fuertes que oponían una resistencia patriótica a la presión de abajo. La insurrección tenía en el partido de los bolcheviques a la asociación más afín, pero decapitada, con cuadros dispersos y grupos débiles y fuera de la ley. Y a pesar de todo, la revolución, que nadie esperaba en aquellos días, salió adelante, y cuando en las esferas dirigentes se creía que el movimiento se estaba ya apagando, éste, con una poderosa convulsión, arrancó el triunfo.
¿De dónde procedía esta fuerza de resistencia y ataque sin ejemplo? El encarnizamiento de la lucha no basta para explicarla. Los obreros petersburgueses, por muy aplastados que se hubieran visto durante la guerra por la masa humana gris, tenían una gran experiencia revolucionaria. En su resistencia y en la fuerza de su ataque, cuando en las alturas faltaba la dirección y se oponía una resistencia, había un cálculo de fuerzas y un propósito estratégico no siempre manifestado, pero fundado en las necesidades vitales.

En vísperas de la guerra el sector obrero revolucionario siguió a los bolcheviques y arrastró consigo a las masas. Al empezar la guerra la situación cambió radicalmente; los sectores conservadores levantaron cabeza, llevando consigo a una parte considerable de la clase. Los elementos revolucionarios viéronse aislados y enmudecieron. En el curso de la guerra la situación empezó a modificarse, al principio lentamente, y después de la guerra de un modo cada vez más veloz y más radical. Un descontento activo iba apoderándose de toda la clase obrera. Es cierto que en una parte considerable de la masa trabajadora este descontento tomaba un matiz patriótico; pero este patriotismo no tenía que ver nada con el patriotismo interesado y cobarde de las clases poderosas, que aplazaban todas las cuestiones interiores hasta el triunfo. Fue precisamente la guerra, las víctimas que causó, sus errores y su ignorancia, lo que puso frente a frente no sólo a los viejos sectores obreros, sino también a los nuevos y al régimen zarista, provocando un choque agudo que llevó a la conclusión: ¡No se puede seguir soportando esto! La conclusión fue general, unió a las masas en un bloque único y les infundió una poderosa fuerza de ataque.

El ejército había visto aumentar sus efectivos enormemente, incorporando a sus filas a millones de obreros y campesinos. No había nadie que no tuviera a alguien de su familia en el ejército: a un hijo, al marido, al hermano, al cuñado. El ejército no se hallaba separado del pueblo, como antes de la guerra. La gente se veía con los soldados con una frecuencia incomparablemente mayor, los acompañaba al frente, vivía con ellos cuando llegaban con permiso, conversaba con ellos sobre el frente en las calles y en los tranvías, les visitaba en los hospitales. Los barrios obreros, el cuartel, el frente, y en un grado considerable la aldea, se convirtieron en una especie de vasos comunicantes. Los obreros sabían lo que sentía y pensaba el soldado. Entre ellos se entablan conversaciones interminables acerca de la guerra, de los que negociaban con ella, acerca de los generales y del gobierno, acerca del zar y la zarina. El soldado decía, hablando de la guerra: "¡Maldita sea!", y el obrero contestaba: "¡Malditos sean!", aludiendo al gobierno. El soldado decía: "¿Por qué os calláis, los de dentro?" El obrero contestaba: "Con las manos vacías no se puede hacer nada. En 1905 el ejército nos hizo ya fracasar..." El soldado reflexionaba: "¡Ah! ¡Si nos levantáramos todos de una vez!" El obrero: "Eso precisamente es lo que hay que hacer." Antes de la guerra las conversaciones de este género eran contadas y tenían siempre un carácter de conspiración. Ahora se sostenían por dondequiera, por cualquier motivo y casi abiertamente, por lo menos, en los barrios obreros.
La Ocrana zarista tendía a veces sus tentáculos con gran acierto. Dos semanas antes de la revolución, un policía de Petrogrado, que firmaba con el sobrenombre de Krestianinov, comunicaba la conversación que había oído en un tranvía que pasaba por un suburbio obrero. Un soldado cuenta que ocho hombres de su regimiento han sido mandados a presidio porque el otoño pasado se habían negado a disparar contra los obreros de la fábrica Nobel, volviendo sus fusiles contra los gendarmes. La conversación se sostiene sin recato alguno, pues en los barrios obreros los policías prefieren pasar inadvertidos. "Ya les ajustaremos las cuentas", concluye el soldado. El confidente sigue informando: Un obrero le dice: "Para eso hay que organizarse y conseguir que todo el mundo obre como un solo hombre." El soldado contesta: "No os preocupéis de eso; ya hace tiempo que estamos organizados... y va siendo hora de que no nos dejemos chupar más la sangre. Los soldados sufren en las trincheras mientras ellos aquí engordan..." No se ha producido ningún suceso digno de mención. diez de febrero de 1917, Krestianinov." ¡Documento incomparable! "No se ha producido ningún suceso digno de mención." Se producirán, y muy pronto; esta conversación sostenida en el tranvía señala su inevitable proximidad.

Mstislavski ilustra con un ejemplo curioso el carácter espontáneo de la insurrección. Cuando la "Asociación de oficiales del 27 de febrero", surgida inmediatamente después de la revolución, intentó dejar establecido por medio de una encuesta quién había sido el primero en sacar el regimiento de Volinski a la calle, se reunieron siete declaraciones relativas a siete incitadores de esta acción decisiva. Es muy probable, añadimos por nuestra cuenta, que parte de la iniciativa perteneciera efectivamente a algunos soldados; pudo además suceder que el iniciador principal cayera durante los combates en la calle, llevándose su nombre a lo desconocido. Pero esto no disminuye el valor histórico de su iniciativa anónima.

Más importante es todavía otro aspecto de la cuestión, que nos lleva ya fuera de los muros del cuartel. La sublevación de los batallones de la Guardia, que fue una sorpresa para los elementos liberales y socialistas que actuaban dentro de la ley, no fue inesperada, ni mucho menos, para los obreros. Y sin esta sublevación no habría salido a la calle el regimiento de Volinski. La colisión producida en la calle entre los obreros y los cosacos, que el abogado observaba desde su ventana y de la cual dio cuenta por teléfono a un diputado, se les antojaba a ambos un episodio de un proceso impersonal: la masa gris de la fábrica había chocado con la masa gris del cuartel. Pero no era así como veía las cosas el cosaco que se había atrevido a guiñar el ojo de un modo significativo. El proceso de intercambio molecular entre el ejército y el pueblo se efectuaba sin interrupción. Los obreros observaban la temperatura del ejército y se dieron cuenta inmediatamente de que se acercaba el momento crítico. Esto fue lo que dio una fuerza tan invencible a la ofensiva de las masas, seguras de su triunfo.
Apuntaremos aquí la certera observación de un elevado funcionario liberal, que ha intentado resumir sus noticias de las jornadas de febrero. "Se ha convertido en un tópico corriente decir que el movimiento se inició espontáneamente, que los soldados se echaron ellos mismos a la calle. No puedo estar conforme con esto de ningún modo. Al fin y al cabo, ¿qué significa la palabra "espontáneamente"?... Aún es más impropio hablar de generación espontánea en sociología que en los dominios de las ciencias naturales. El hecho de que ninguno de los jefes revolucionarios conocidos pudiera tremolar su bandera no significa que ésta fuera impersonal, sino anónima." Este modo de plantear la cuestión, incomparablemente más serio que las alusiones de Miliukov a los agentes alemanes y a la espontaneidad rusa, pertenece a un ex-fiscal, que en el momento de la revolución desempeña el cargo de senador zarista. Puede que fuera precisamente su experiencia judicial lo que permitió a Zavadski comprender que el levantamiento revolucionario no podía surgir obedeciendo a las órdenes de unos agentes extranjeros ni en forma de proceso impersonal, obra de la naturaleza.

Este mismo autor cita dos episodios que le permitieron observar, como a través del ojo de una cerradura, el laboratorio en que se operaba el proceso revolucionario. El viernes, 24 de febrero, cuando en las alturas nadie esperaba la revolución para los días que se avecinaba, el tranvía en que iba el senador, de un modo completamente inesperado, dio media vuelta desde la Liteina a una calle de la esquina y se paró de un modo tan rápido, que se estremecieron los cristales e incluso uno de ellos se rompió. El cobrador indicó a los pasajeros que salieran: "El tranvía no puede pasar de aquí." Los pasajeros protestaron, gritaron, pero salieron. "No he podido olvidar el rostro del silencioso cobrador: una expresión decidida y rencorosa, que tenía algo de lobo", debía poseer una elevada conciencia del deber para detener en plena guerra y en una calle del Petersburgo imperial un tranvía lleno de funcionarios. Otros obreros como éste fueron también los que detuvieron el vagón de la monarquía, empleando aproximadamente las mismas palabras: "El tren no pasa de aquí", e hicieron salir del vagón a la burocracia, sin distinguir, por la urgencia del momento, a los generales de la gendarmería de los senadores liberales. El conductor de Liteina era un factor consciente de la historia, a quien alguien tenía que haber educado.

Durante el incendio de la Audiencia, un jurisconsulto liberal,perteneciente a la misma esfera de este senador que relata el episodio, empezó a expresar en la calle su pesar por el hecho de que fueran destruidos el laboratorio de peritaje judicial y el archivo notarial. Un hombre de edad madura y expresión sombría, de aspecto como de obrero, le contestó, irritado: "¡Ya sabremos repartirnos las casas y la tierra sin necesidad de tu archivo!" Es posible que este episodio esté un poco adornado literalmente. Pero entre la multitud había no pocos obreros de ésos, de edad madura, capaces de contestar al jurista como era debido. Aunque no estuviesen complicados personalmente en el incendio de la Audiencia, no podía asustarles aquel género de "excesos". Estos obreros suministraban a las masas las ideas necesarias, no sólo contra los gendarmes zaristas, sino también contra los jurisconsultos liberales, que lo que más temían era que las actas notariales de propiedad fueran devoradas por el fuego de la revolución. Estos políticos anónimos, salidos de las fábricas y de la calle, no habían caído del cielo; alguien había tenido que educarlos.

La Ocrana, al registrar los acontecimientos en los últimos días de febrero, consignaba asimismo que el movimiento era "espontáneo", es decir, que no estaba dirigido sistemáticamente desde arriba. Pero añadía: "Sin embargo, los efectos de la propaganda se dejan sentir mucho entre el proletariado." Este juicio da en el blanco; los profesionales de la lucha contra la revolución,,, antes de ocupar los calabozos que dejaban libres los revolucionarios, comprendieron mejor que los jefes del liberalismo el carácter del proceso que se estaba operando.

La leyenda de la espontaneidad no explica nada. Para apreciar debidamente la situación y decidir el momento oportuno para emprender el ataque contra el enemigo, era necesario que las masas, su sector dirigente, tuvieran sus postulados ante los acontecimientos históricos y su criterio para la valoración de los mismos. En otros términos, era necesario contar, no con una masa como otra cualquiera, sino con la masa de los obreros petersburgueses y de los obreros rusos en general, que habían pasado por la experiencia de la revolución de 1905, por la insurrección de Moscú del mes de diciembre del mismo año, que se estrelló contra el regimiento de Semenov, y era necesario que en el seno de esa masa hubiera obreros que hubiesen reflexionado sobre la experiencia de 1905, que supieran adoptar una actitud crítica ante las ilusiones constitucionales de los liberales y de los mencheviques, que se asimilaran la perspectiva de la revolución, que hubieran meditado docenas de veces acerca de la cuestión del ejército, que observaran celosamente los cambios que se efectuaban en el mismo, que fueran capaces de sacar consecuencias revolucionarias de sus observaciones y de comunicarlas a los demás. Era necesario, en fin, que hubiera en la guarnición misma soldados avanzados ganados para la causa, o, al menos, interesados por la propaganda revolucionaria y trabajados por ella.

En cada fábrica, en cada taller, en cada compañía, en cada café, en el hospital militar, en el punto de etapa, incluso en la aldea desierta, el pensamiento revolucionario realizaba una labor callada y molecular. Por dondequiera surgían intérpretes de los acontecimientos, obreros precisamente, a los cuales podía preguntarse la verdad de lo sucedido y de quienes podían esperarse las consignas necesarias. Estos caudillos se hallaban muchas veces entregados a sus propias fuerzas, se orientaban mediante las generalizaciones revolucionarias que llegaban fragmentariamente hasta ellos por distintos conductos, sabían leer entre líneas en los periódicos liberales aquello que les hacía falta. Su instinto de clase se hallaba agudizado por el criterio político, y aunque no desarrollaran consecuentemente todas sus ideas, su pensamiento trabajaba invariablemente en una misma dirección. Estos elementos de experiencia, de crítica, de iniciativa, de abnegación, iban impregnando a las masas y constituían la mecánica interna, inaccesible a la mirada superficial, y sin embargo decisiva, del movimiento revolucionario como proceso consciente.

Todo lo que sucede en el seno de las masas se les antoja, por lo general, a los políticos fanfarrones del liberalismo y del socialismo domesticado como un proceso instintivo, algo así como si se tratara de un hormiguero o de una colmena. En realidad, el pensamiento que agitaba a la masa obrera era incomparablemente más audaz, penetrante y consciente que las indigentes ideas de que se nutrían las clases cultas. Es más, aquel pensamiento era más científico, no solamente porque en buena parte había sido engendrado por los métodos del marxismo, sino, ante todo, porque se nutría constantemente de la experiencia viva de las masas, que pronto habían de lanzarse a la palestra revolucionaria. El carácter científico del pensamiento consiste en su armonía con el proceso objetivo y en su capacidad para influir en él y dirigirlo. ¿Poseían acaso esta cualidad, aunque fuera en la más mínima proporción, los círculos gobernantes que se hallaban inspirados por el Apocalipsis y creían en los sueños de Rasputin? ¿Acaso tenían algún fundamento científico las ideas del liberalismo, confiado en que, participando en la contienda de los gigantes capitalistas, la atrasada Rusia podría obtener a un tiempo mismo la victoria sobre Alemania y el parlamentarismo? ¿O acaso era científica la vida ideológica de los círculos intelectuales, que tan servilmente se plegaban a un liberalismo ingénitamente caduco, preservando al mismo tiempo su pretendida independencia con discurso retirados de la circulación desde hacía mucho tiempo? En realidad, todas estas clases vivían en el reino de la inmovilidad espiritual, de los fantasmas, las supersticiones y las ficciones, o, si se quiere, en el reino de la "espontaneidad". Y si es así, ¿no tenemos derecho a rechazar de plano toda la filosofía liberal de la revolución de Febrero? Sí, tenemos derecho a hacerlo y a decir: Mientras la sociedad oficial, toda esa superestructura de las clases dirigentes, de los sectores, grupos, partidos y camarillas, vivía en la inercia y el automatismo, nutriéndose de las reminiscencias de las ideas caducas y permanecía sorda a las exigencias inexorables del progreso, dejándose seducir por fantasmas y no previendo nada, en las masas obreras se estaba operando un proceso autónomo y profundo, caracterizado no sólo por el incremento del odio hacia los dirigentes, sino por la apreciación crítica de su impotencia y la acumulación de experiencia y de conciencia creadora, proceso que tuvo su remate y apogeo en la insurrección revolucionaria y en su triunfo.
A la pregunta formulada más arriba: ¿Quién dirigió la insurrección de Febrero?, podemos, pues, contestar de un modo harto claro y definido: los obreros conscientes, templados y educados principalmente por el partido de Lenin. Y dicho esto, no tenemos más remedio que añadir: este caudillaje, que bastó para asegurar el triunfo de la insurrección, no bastó, en cambio, para poner inmediatamente la dirección del movimiento revolucionario en manos de la vanguardia proletaria.

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